
El incendio ocurrido hace algunos años en una galería comercial del Cercado de Lima reveló una de las formas más extremas de informalidad laboral en el país: jóvenes encerrados en contenedores metálicos, trabajando sin derechos, por horas prolongadas y sin condiciones mínimas de seguridad. El hecho provocó indignación pública y dio lugar a un proceso penal contra quienes administraban ese negocio.
Una de las personas que administraban el negocio fue condenada por los delitos de trata de personas con fines de explotación laboral y esclavitud agravada. Inicialmente recibió una pena de más de treinta años de prisión, luego reducida en segunda instancia. Sin embargo, el Tribunal Constitucional —al resolver una demanda de hábeas corpus— anuló esa sentencia por considerar que no estaba debidamente motivada.
El fallo no desconoce la gravedad de lo ocurrido ni exonera a la acusada, pero sí advierte que el Poder Judicial no explicó con claridad por qué los hechos juzgados configuraban delitos de tal severidad penal, en lugar de constituir únicamente infracciones laborales.
En particular, señala que trabajar en condiciones precarias no equivale, por sí solo, a ser víctima de esclavitud o trata de personas.
Este pronunciamiento reabre un debate esencial: ¿cuáles son los límites entre informalidad laboral, explotación y esclavitud? ¿Cuándo la precariedad deja de ser solo una falta administrativa y pasa a ser un crimen?
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¿Condiciones precarias o explotación penal?
Para el abogado laboralista Jorge Toyama, el caso no debe entenderse como una discusión sobre si hubo una infracción laboral menor o un simple incumplimiento de planilla.
A su juicio, el nivel de riesgo al que fueron expuestos los trabajadores —encerrados en un contenedor, realizando una actividad ilegal, sin posibilidad real de salida y bajo condiciones insalubres— sí configura una conducta penalmente relevante.
“Una cosa es no pagar la CTS o tener a alguien fuera de planilla, y otra muy distinta es decirle a una persona que trabaje falsificando productos en un contenedor cerrado en un quinto piso. Esa diferencia es sustancial”, señala Toyama.
En ese sentido, considera que no basta con etiquetar el caso como “precario” para restarle gravedad, pues confluyen factores que elevan la conducta a un nivel de responsabilidad penal: exposición directa al peligro, encierro, ilegalidad de la actividad y la consecuencia final —la muerte de trabajadores—.
Sobre el fallo del Tribunal Constitucional, el especialista aclara que no significa una absolución ni una negación de los hechos, pero sí advierte un riesgo: “Si este caso, que para el sentido común es claramente grave, se anula por falta de motivación, ¿cuál es el estándar que deben cumplir otras sentencias penales por accidentes laborales?”.
Toyama subraya que el problema no es la exigencia de motivación —que es un derecho constitucional legítimo—, sino el precedente que podría sentarse si en adelante los empleadores se amparan en defectos formales para evitar sanciones penales en situaciones similares. “No debería usarse este fallo como una licencia para relajar la responsabilidad de quienes exponen la vida de sus trabajadores”, advierte.
Por ello, espera que en el nuevo pronunciamiento ordenado por el tribunal, la justicia penal confirme la condena con una argumentación más robusta, para cerrar el caso sin dejar dudas sobre la gravedad de lo ocurrido.
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¿Consentimiento real o ficción jurídica?
Uno de los argumentos destacados en la sentencia del Tribunal Constitucional es que algunos de los jóvenes habrían aceptado trabajar voluntariamente y, en ciertos casos, incluso renunciaron por decisión propia, lo que —según la defensa— descartaría la existencia de trabajo forzoso o esclavitud.
Sin embargo, Toyama plantea una visión crítica frente a esta interpretación. Explica que en contextos de alta vulnerabilidad social y económica, el consentimiento no puede entenderse de forma aislada ni en términos absolutos.
“Una cosa es que alguien firme un contrato libremente en una oficina con todas las garantías, y otra muy distinta es que acepte trabajar encerrado por necesidad, sin conocer los riesgos o sin posibilidad real de decidir”, sostiene.
El especialista advierte que la pobreza y la informalidad no pueden ser utilizadas para justificar situaciones que, en los hechos, implican un dominio absoluto sobre la vida del trabajador. “Decir que hubo consentimiento solo porque alguien aceptó el trabajo, pese a las condiciones, es simplificar un problema mucho más complejo”, añade.
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Mejor vigilancia en áreas de riesgo
El caso también pone en evidencia las falencias del sistema de fiscalización laboral y municipal. El negocio funcionaba en una galería informal, realizaba actividades ilegales (falsificación) y mantenía a sus trabajadores en condiciones extremas de riesgo, sin que ninguna autoridad interviniera oportunamente.
Para Toyama, la inacción del Estado no puede servir como eximente o atenuante, sino que debe ser parte del análisis de responsabilidad. “La falta de fiscalización agrava el problema, pero no justifica las condiciones en las que se mantenía a los jóvenes. Por eso, los sectores más expuestos a riesgo deberían ser los más fiscalizados”, sostiene.
En esa línea, recuerda que las zonas declaradas como de alta informalidad o riesgo —como algunas galerías comerciales— deberían contar con vigilancia prioritaria. De lo contrario, casos como este pueden repetirse sin consecuencias inmediatas hasta que ocurre una tragedia.
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¿Qué pasa con la protección penal del trabajo?
Aunque el fallo del Tribunal Constitucional no cuestiona la existencia de condiciones indignas ni exonera a la acusada, sí podría tener efectos más amplios en el abordaje penal de los accidentes laborales graves. Toyama señala que existe el riesgo de que la exigencia de una motivación más precisa sea usada como herramienta defensiva para evitar condenas, incluso en contextos evidentemente peligrosos.
“Si este caso se deja sin efecto por falta de motivación, siendo tan extremo, ¿qué puede pasar con otros que no tienen víctimas mortales, pero sí condiciones similares?”, se pregunta.
Añade que los jueces penales no deben relajar sus estándares, sino reforzar su argumentación para sostener sanciones proporcionales en contextos de explotación.
Finalmente, aclara que este tipo de sentencias no deben interpretarse como una “patente de corso” para que empleadores se desentiendan de sus obligaciones. “La seguridad y la vida de los trabajadores están por encima de los formalismos. El Derecho Penal no debe ser el único camino, pero cuando lo es, debe aplicarse con firmeza y sin ambigüedad”, concluye.
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Abogado especialista encargado de Enfoque Legal en Diario Gestión - Actualmente, ocupa la posición de analista legal en el área de Economía en el Diario Gestión.