
En los últimos años, especialmente durante el 2025, el oro se ha consolidado como una de las inversiones más rentables, con una apreciación cercana al 45%, sobrepasando los US$ 4,000 por onza. Este notable desempeño ha despertado entre los inversionistas la pregunta sobre cuál debería ser el peso del oro dentro de una cartera de inversión de largo plazo.
Para responder con fundamento, no basta con observar los resultados recientes. Es necesario mirar la historia y analizar el comportamiento del oro frente a otras clases de activos en distintos periodos: 10, 20, 50 y hasta 100 años. Solo así se pueden extraer conclusiones sólidas.

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En la última década, el oro ha tenido un rendimiento ligeramente inferior al de la bolsa estadounidense, representada por el índice S&P 500. Sin embargo, al ampliar el horizonte a los últimos 20 años, el panorama se invierte: el oro ha superado modestamente a la renta variable norteamericana. Pero cuando extendemos la mirada a plazos más largos —50 o 100 años—, la historia cambia nuevamente. En esos periodos, la rentabilidad promedio de la bolsa estadounidense ha sido de aproximadamente el doble que la del oro.
Cabe señalar que, a largo plazo, el comportamiento del oro es comparable al de los bonos corporativos de grado de inversión o al de los bonos del Tesoro estadounidense a largo plazo, activos que tienden a rendir un poco más que el metal precioso. Aun así todas estas inversiones, incluido el oro, superan consistentemente la inflación, actuando como herramientas eficaces para preservar el poder adquisitivo. Esta capacidad de protección, sin embargo, no es exclusiva del oro, sino que también se observa en carteras diversificadas con exposición a renta variable estadounidense.
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Si retrocedemos aún más en el tiempo, los datos históricos son reveladores. Desde el año 1800, cuando una onza de oro costaba 19.39 dólares hasta la actualidad, su rentabilidad promedio anual ha sido de 2,5%. Esta cifra es ligeramente inferior a las tasas de interés de corto plazo vigentes durante ese mismo periodo, en economías como las de Estados Unidos, Holanda e Inglaterra, que promediaron alrededor de 3,6%.
Estos resultados confirman que, en horizontes de 50, 100 o incluso 200 años, el oro tiende a comportarse más como una moneda que como un activo productivo, ofreciendo retornos similares a los de la renta fija de corto plazo. Al igual que las monedas, el oro compensa al inversionista con una tasa cercana al costo de oportunidad del dinero: suficiente para protegerse de la inflación, pero insuficiente para generar un crecimiento sostenido del capital.
Por otro lado, actualmente ha surgido una razón adicional para mantener inversiones en oro dentro de las carteras: la preocupación por el alto endeudamiento de Estados Unidos y de las economías desarrolladas en general. Las monedas “duras”, que reflejan la calidad crediticia de estos países, están siendo cuestionadas. Es importante destacar que la deuda soberana en manos del público en Estados Unidos equivale hoy aproximadamente al 100% del PBI, un nivel similar al registrado durante la Segunda Guerra Mundial y ligeramente superior al observado tras la Gran Depresión de 1929 (80%). Todo esto sugiere que los precios del oro, tanto en el pasado como en la actualidad, reflejan la incertidumbre generada por estos niveles de endeudamiento, un fenómeno que no es exclusivo de nuestros días.
Por ello, el oro cumple un rol fundamental como activo de diversificación y refugio en tiempos de incertidumbre o de alto endeudamiento de los países desarrollados. Sin embargo, no debería ser el eje central de una cartera de largo plazo. Las estrategias que combinan bonos, tanto corporativos como soberanos con acciones, tienden a ofrecer resultados más sólidos, consistentes y rentables que la inversión en oro de manera individual.
En síntesis, el oro es un activo valioso como elemento diversificador y de protección contra la inflación, pero no es el motor del crecimiento del capital en el largo plazo.

CEO y Fundador Allié Family Office. Past President CFA Society Peru. Licenciado en Ciencias Económicas por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Cuenta con un grado de MBA en Administración de Empresas por la Universidad de Texas en Austin.









