
Talar la selva tropical es una locura. Según una estimación de 2023, los costos sociales de talar una parcela típica de la Amazonía brasileña son 30 veces superiores a los beneficios de criar vacas en ella. El problema es que esos costos, que incluyen el agravamiento del cambio climático, se reparten entre toda la población mundial, mientras que los beneficios de talar los árboles van a parar a los hombres que comandan las motosierras.
De alguna manera, el mundo tiene que encontrar la forma de hacer que la conservación sea rentable. Su fracaso es visible desde el espacio. El año pasado se destruyeron 67,000 km2 de selva virgen, una superficie similar a la de Irlanda y casi el doble de la que se talara en 2023.
La promesa que hicieron los líderes mundiales en la conferencia sobre el clima COP de 2021 de detener la deforestación para 2030 no está ni cerca de cumplirse: a pesar de las fluctuaciones, el ritmo de la deforestación mundial es aproximadamente el mismo que a principios de la década.
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Las pérdidas registradas el año pasado en los trópicos añadieron 3,100 millones de toneladas de gases de efecto invernadero a la atmósfera, más de lo que añadió la India por la quema de combustibles fósiles. Además, la deforestación puede desencadenar un círculo vicioso de retroalimentación. Las emisiones aumentan la temperatura, lo que seca la vegetación y provoca incendios forestales (el principal factor de deforestación en 2024), lo cual, a su vez, causa aún más emisiones.
El daño puede ser tanto local como global. Las selvas tropicales crean sus propios sistemas meteorológicos: la evaporación de las copas de los árboles forma “ríos voladores” que riegan tierras de cultivo a miles de kilómetros de distancia. Los conservacionistas temen que la Amazonía esté cerca de un punto de inflexión, en el que este sistema de reciclaje del agua se rompa, lo que aceleraría la destrucción de la selva.
La COP de este año, que se celebrará en Brasil el mes que viene, será tensa. Sin embargo, hay esperanza. Aunque Brasil perdió más selva tropical que ningún otro país el año pasado, debido a los incendios forestales, también muestra cómo una mejor política puede marcar la diferencia. Con Jair Bolsonaro, un derechista que fue presidente de 2019 a 2023, se hicieron pocos esfuerzos para detener las motosierras.
En cambio, su sucesor, Luiz Inácio Lula da Silva, y la dura ministra del medioambiente, Marina Silva, aplican una acertada mezcla de incentivos y sanciones. Agentes federales fuertemente armados detienen a los madereros ilegales y vuelan las minas ilegales. Las propiedades en las que se produce deforestación ilegal se incluyen en una lista negra de créditos subvencionados.
El ritmo de deforestación se redujo en un 80% durante los primeros mandatos de Lula (2003- 11), y volvió a caer a su regreso en 2023, antes de que los incendios forestales hicieran retroceder la situación. El panorama político en Brasil sigue siendo positivo.
Mientras que Bolsonaro veía el ecologismo como un obstáculo para el desarrollo, el gobierno de Lula sabe que destruir la selva tropical paralizaría la agricultura brasileña. Se está esforzando más por proteger las reservas indígenas, cuyos habitantes suelen ser buenos administradores de la selva, y por aclarar los derechos de propiedad en la Amazonía, que son un caos de reclamaciones superpuestas y mal documentadas.
Si se sabe a quién pertenece un terreno, se sabe a quién castigar por arrasarlo o a quién recompensar por conservarlo. Por suerte, a medida que avanza la tecnología de imagen digital, las transgresiones pueden detectarse y denunciarse en cuestión de días, lo que permite a las autoridades reaccionar con rapidez. Todas estas lecciones deberían aplicarse en otros países con selvas tropicales.
Por desgracia, muchos están peor gobernados que Brasil. La República Democrática del Congo introdujo este año una ley sobre el uso de la tierra que pretende proteger a los grupos indígenas, pero el gobierno congoleño solo tiene un vacilante control sobre su propio territorio. Algunos programas locales de dinero por conservación resultan prometedores. Sin embargo, lo que más protege los vastos bosques del Congo es la falta de carreteras. Si estas mejoran más rápido que el Estado de derecho, los madereros podrían desbocarse.
Dado que la conservación de los bosques tropicales es un bien público mundial, el mundo debería ayudar a pagarlo. Pero, una vez más, es más fácil decirlo que hacerlo. Los países ricos han dejado de ayudar. Los mercados de créditos de carbono no han despegado, en parte porque es difícil saber si el dinero destinado a proyectos de conservación realmente conserva los árboles.
El método más sencillo consistiría en pagar a los gobiernos de los países (o provincias) en los que se detuviera la deforestación, y comprobarlo mediante imágenes por satélite. Brasil se esfuerza por despertar el interés en esta idea. Sin embargo, si los gobiernos en cuestión son corruptos o represivos, los donadores podrían tener reparos. La lucha por salvar los pulmones del mundo exigirá creatividad, diplomacia y lucidez.








