
Hace medio siglo, el sonido de los motores no solo anunciaba la llegada de nuevos vehículos al Perú, sino también el ambicioso intento del país por convertirse en un centro de ensamblaje automotor en la región. Más de una decena de marcas internacionales —entre ellas Ford, Dodge y Volkswagen— levantaron sus plantas en Lima, marcando una de las etapas más dinámicas del proceso de industrialización nacional. Para conocer esta etapa, Gestión pudo conversar con Edwin Derteano, presidente de la Fundación Transitemos y expresidente de la Asociación Automotriz del Perú (AAP), además de consultar archivos históricos clave.
En 1960 y América Latina adoptaba un modelo de industrialización promovido por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), liderada por el economista argentino Raúl Prebisch. Este enfoque planteaba la necesidad de cerrar parcialmente las fronteras y fomentar la producción local de bienes.
Así, durante el primer gobierno del presidente Fernando Belaunde Terry, Perú implementó la política de ensamblaje de automóviles, exigiendo que cualquier empresa interesada en vender vehículos en el país también los ensamblara localmente. Así, en 1965 llegaron varias compañías de autos para ensamblar sus vehículos, donde destacaban Ford, General Motors, y Dodge como las primeras. Otras que destacaron fueron Morris Garage (MG), Toyota, Nissan, Land Rover, Renault, Mazda y Fiat.
Entre los hechos históricos de esta fase inicial, vino Henry Ford II (nieto del fundador de Ford Motor Company, Henry Ford) quien acompañó al presidente Belaunde para la inauguración de la planta peruana.
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Una nueva fase de las fábricas ensambladoras
En 1969 se creó el Pacto Andino con el objetivo de fortalecer la integración entre Bolivia, Venezuela, Ecuador, Colombia, Perú y Chile. “Con este acuerdo, la dinámica del ensamblaje automotriz cambió: en lugar de exigir ensamblaje a cada empresa que deseaba vender en Perú, se asignaron categorías de vehículos a distintos países“, narró Derteano.
En 1970, el Perú realizó una licitación para ensamblar determinados tipos de automóviles. Por ejemplo, Volkswagen obtuvo la licencia para el escarabajo, Nissan para el modelo Violet, Toyota para el Corona y Dodge para pickups y camiones medianos. Volvo fue el encargado de ensamblar camiones grandes.
Además, se estableció la obligatoriedad de incrementar progresivamente el porcentaje de piezas locales en los vehículos ensamblados, lo que impulsó la producción de componentes como puertas, manijas, lunas, baterías y cables. Con ello, se impulsó una industria paralela, con empresas que aún siguen operando como AGP o Frenosa, que supieron sobrevivir en el mercado local e internacional.

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Etapa de cambios, el inicio de la caída
En 1976, la industria automotriz peruana alcanzó su máximo nivel de producción con 36,000 vehículos ensamblados. Sin embargo, la política de altos impuestos y regulaciones generó un efecto contraproducente, reduciendo la demanda y, por ende, el país fue reduciendo progresivamente su producción.
En 1980, con el retorno a la democracia bajo Fernando Belaunde y en un contexto de altos precios de los minerales, se abrieron las importaciones de vehículos. En consecuencia, ingresaron 35,000 autos importados, lo que aceleró la caída del ensamblaje local.
Pasaron tres años y, debido a la caída de los precios de los minerales y el déficit en la balanza comercial, se volvieron a cerrar las importaciones, dejando al país con solo 15,000 unidades ensambladas en 1983.

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El declive de las ensambladoras
Con la llegada de la apertura económica y las reformas neoliberales en la década de 1990, la industria ensambladora peruana nuevamente enfrentó serias dificultades.
Específicamente, el gobierno de Alberto Fujimori aplicó una política basada en las ideas de Milton Friedman, quien argumentaba que América Latina había desarrollado una industria, artificialmente protegida por barreras arancelarias y restricciones a las importaciones.
Como resultado, se eliminaron los aranceles y se abrieron completamente las importaciones de automóviles, lo que llevó al cierre definitivo de las plantas ensambladoras en el país. Para ese entonces, el ensamblaje de vehículos en Perú había caído a solo 8,000 unidades anuales.
“Un ejemplo de la falta de competitividad de la producción local es el costo de un Toyota ensamblado en el país, que pese a no tener aire acondicionado ni mayores accesorios sofisticados para la épica, costaba US$29,000, mientras que los autos importados resultaban más accesibles”, apuntó Darteano.
En 1992, el mercado también experimentó la importación de autos usados, primero convencionales y luego con timón a la derecha. “Estos vehículos, a menudo siniestrados, eran reacondicionados en Tacna, generando un negocio efímero que llevó a la quiebra de importadores formales y facilitó la expansión de conglomerados automotrices chilenos como Derco y Gildemeister”, agregó el expresidente de la AAP.
Ese mismo año (1992), General Motors cerró su planta, mientras que otras compañías como Toyota y Nissan siguieron el mismo camino poco después. La imposibilidad de competir con autos importados, sumada a la falta de incentivos gubernamentales, terminó por sellar el destino de la industria ensambladora en el país.
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