
En su empeño por expulsar a los inmigrantes de Estados Unidos, Donald Trump ha encontrado un socio muy dispuesto en Centroamérica: El Salvador.
El 15 de marzo, el gobierno de Trump deportó a El Salvador a más de 250 presuntos miembros de una banda venezolana, algunos de ellos en virtud de la Ley de Enemigos Extranjeros, una ley del siglo XVIII. Serán recluidos en una prisión de alta seguridad construida por Nayib Bukele, el autoritario presidente de El Salvador, como parte de su ofensiva contra las bandas. Pero no estaba claro si estos venezolanos eran todos delincuentes, y si su deportación había violado la orden de un juez federal estadounidense de detener su expulsión. “Oopsie... demasiado tarde”, escribió Bukele en X, una plataforma de redes sociales.
Ningún otro líder centroamericano ha abrazado la política antiinmigración de Trump con tanto entusiasmo como Bukele, un icono de MAGA. Pero no es el único. Marco Rubio, secretario de Estado de Trump, firmó en febrero acuerdos con Costa Rica, Guatemala, Honduras y Panamá para que sirvieran de puntos de escala o destino para personas deportadas de otros países. En febrero, Costa Rica y Panamá recibieron vuelos que deportaban a ciudadanos de países como Afganistán, India e Irán.
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Trump aún no ha igualado el ritmo de deportaciones de Joe Biden: el enorme número de personas que llegaban a la frontera durante el mandato de Biden facilitó la captura y deportación de personas. Trump expulsó a 37,660 personas en su primer mes, frente a la media mensual de 57,000 de Biden, pero ha sentado las bases. Esto incluye presionar a los países centroamericanos para que acepten más vuelos de deportación.
Desde su toma de posesión, Trump ha desmantelado gran parte del sistema de asilo estadounidense. Ha cerrado CBP One, una aplicación que permitía a los solicitantes de asilo pedir citas, y ha puesto fin a los programas de estancia temporal para determinadas nacionalidades, incluidos cubanos y haitianos. Las imágenes de personas desesperadas con pancartas pidiendo ayuda en un hotel de Panamá tras ser expulsadas se han extendido por toda la región.
Esto supone un gran cambio. Los países centroamericanos llevan mucho tiempo aceptando a sus propios ciudadanos, pero Estados Unidos antes tenía dificultades para deportar a migrantes de países como Venezuela, que no aceptaban deportados. (Eso ya ha cambiado).
Durante su primer mandato, Trump firmó acuerdos de “tercer país seguro” con El Salvador, Guatemala y Honduras, con los que se obligaba a los solicitantes de asilo a solicitar asilo allí en lugar de en Estados Unidos, pero esta medida casi no se aplicó. Biden eliminó estos acuerdos solo para sustituirlos por otros similares.
Ofreció al gobierno de Panamá US$ 6 millones para que aceptara a los deportados y reforzara las patrullas fronterizas. Biden deportó a unos 4 millones de personas entre 2021 y 2025, superando con creces los 1.9 millones expulsados durante el primer mandato de Trump. Ahora Trump aspira a mucho más.
Cualquiera que se dirija a Estados Unidos desde el sur de México debe pasar por al menos uno de los siete países de la franja que desciende hasta Colombia. Las llegadas a la frontera sur de Estados Unidos ya estaban disminuyendo cuando Trump volvió a tomar posesión, pero muchos gobiernos se han hecho de la vista gorda cuando las personas pasan por su territorio.
Trump quiere que Centroamérica reprima a sus propios ciudadanos y a los que transitan hacia el norte. Costa Rica ha facilitado autobuses para transportar a los migrantes directamente desde su frontera sur a la norte. Honduras considera la migración un derecho humano. Por su parte, Nicaragua ha convertido el aeropuerto de Managua, su capital, en una puerta de entrada de migrantes ilegales.
Aunque se carece de datos exhaustivos, las políticas de Trump ya están alterando el patrón migratorio. En el campamento panameño de Lajas Blancas, más del 90% de sus 485 residentes —en su mayoría venezolanos— se disponen a regresar a su lugar de origen, a menudo Colombia. En Esquipulas, un pueblo del sureste de Guatemala, Jon Carabo y su familia, originarios de Venezuela, están regresando: “¿Qué sentido tiene seguir si ahora no hay forma de entrar?”.
Guatemala, Honduras y México han puesto en marcha programas para atender a los ciudadanos deportados y retornados, con nombres patrióticos como: “¡Hermano, hermana, vuelve a casa!”. Pero más allá de la ayuda básica y pequeñas subvenciones en efectivo, ofrecen poco apoyo y no pueden gestionar un aumento de los retornos.
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El atractivo perdurable del Tío Sam
Además, el enfoque de Trump deja a más migrantes desamparados. Aunque el número de detenidos en la frontera sur de Estados Unidos se redujo un 35% entre 2023 y 2024, y los cruces a través del Tapón de Darién cayeron un 42%, enormes volúmenes de personas siguen en movimiento. El análisis de datos de The Economist sugiere que muchas personas están atrapadas no solo en México, sino también en otras partes de América Central.
Las cifras en Honduras sugieren que muchos migrantes que pasan por el Tapón de Darién no logran llegar mucho más al norte. En 2023, unos 96,000 venezolanos que pasaron por la región no habían llegado a Honduras, lo que significa que probablemente languidecían en Costa Rica o Panamá, o se habían dado la vuelta.
Es poco probable que las políticas de Trump detengan por completo la migración. De hecho, su enfoque agresivo podría empujar a más personas a intentar llegar a Estados Unidos al aumentar la inestabilidad económica, que, junto con la corrupción, impulsa la emigración.
Según Manuel Orozco, del Diálogo Interamericano, un centro de estudios de Washington D.C., los países que luchan por ofrecer empleo y servicios se verán muy afectados por la caída de las remesas, que representan uno de cada cuatro dólares que circulan en la región. Orozco calcula que si solo se deporta al 10% de los que tienen orden de expulsión y al 65% de los detenidos, el crecimiento anual de las remesas enviadas a Nicaragua caería del 55 por ciento en 2023 al 6% este año.
La mayoría de los países centroamericanos carecen de recursos o de voluntad política para asegurar sus fronteras. Y el atractivo económico de Estados Unidos sigue siendo poderoso. Al bajar de un vuelo de El Paso a Ciudad de Guatemala, Ingrid, una profesora de 23 años deportada, está decidida a intentarlo de nuevo; quiere reunirse con su familia. Dice que lavar los platos con sus hermanas en un restaurante de Nueva York paga mucho mejor que enseñar en Guatemala.