
Fue un ataque rápido y calculado, de noche, en una esquina de Ciudad de México, no muy lejos de donde vivieron Frida Kahlo y Diego Rivera. Un sicario disparó nueve balas contra el vehículo en movimiento desde la parte trasera de una motocicleta, rompiendo el silencio de la noche. Sin embargo, Ciro Gómez Leyva —uno de los periodistas más reconocidos de México— sobrevivió a la emboscada gracias al blindaje de su camioneta.
El atentado, a fines de 2022, conmocionó al país. Como voz independiente y conductor de uno de los programas de radio más populares, Gómez Leyva había sido blanco habitual de los ataques verbales del presidente Andrés Manuel López Obrador contra la prensa. En su virulenta campaña para desacreditar a los periodistas críticos, el presidente los acusaba de parcialidad y de servir a intereses económicos. Un intento de asesinato contra un periodista destacado en la capital marcó una escalada alarmante, incluso para un país tan violento como México.
Casi tres años después, Gómez Leyva revisita aquella noche en su nuevo libro, “No me pudiste matar”. La obra es tanto una reconstrucción detallada del ataque como una reflexión personal sobre lo que significa enfrentar la muerte y vivir para contarlo. El periodista plantea cuatro hipótesis sobre quién quiso matarlo y por qué —incluida la posibilidad de un crimen de Estado, dada la hostilidad pública de López Obrador hacia él—, aunque no se convence del todo por ninguna.
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El intento de asesinato contra Gómez Leyva está lejos de ser un caso aislado: México es uno de los países más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo, y su inseguridad crónica representa una de las mayores amenazas para la gobernabilidad. A comienzos de este mes, Carlos Manzo —un influyente alcalde conocido por su línea dura contra el crimen organizado— fue asesinado en Uruapan, en el occidental estado de Michoacán, durante una ceremonia de encendido de velas por el Día de Muertos.
Manzo fue el décimo alcalde asesinado en México desde que la presidenta Claudia Sheinbaum asumió el cargo en octubre de 2024. Su muerte reavivó el debate sobre cómo enfrentar a los cárteles y redes criminales que aterrorizan al país, y llevó al gobierno de Sheinbaum a anunciar un plan de seguridad específico para Michoacán, tras las protestas sociales que pusieron a su administración bajo presión.

México puede ser el ejemplo más extremo, pero en toda América Latina la violencia política y los asesinatos por encargo se multiplican al compás de la expansión del crimen organizado y sus lucrativos negocios ilegales, desde la producción de cocaína hasta la extorsión.
En Colombia, el asesinato del aspirante presidencial Miguel Uribe este año revivió los recuerdos de la era violenta de Pablo Escobar en los años 80 y principios de los 90. En Brasil, un exjefe policial y reconocido experto en el grupo criminal PCC fue ejecutado en una emboscada en septiembre. Y en Ecuador aún resuenan las consecuencias del asesinato en 2023 del candidato presidencial Fernando Villavicencio.

Todos estos casos comparten un rasgo común: los autores intelectuales y sus motivos permanecen en la sombra, incluso cuando los ejecutores materiales han sido capturados. En el caso de Gómez Leyva, casi todos los involucrados en el atentado han sido ya juzgados y encarcelados, pero él no alberga esperanzas de saber quién ordenó el crimen ni por qué. “Es muy difícil dar con los autores intelectuales”, me dijo, y agregó que incluso si algún día se revelaran los nombres, sería difícil tener certeza absoluta de su participación.
Todo esto refleja el creciente poder del inframundo criminal sobre las instituciones del Estado, lo que la experta Lucía Dammert denomina “poderes ilegales” en su libro más reciente.
El narcotráfico puede ser el más conocido, pero la economía paralela va mucho más allá, abarcando negocios en expansión como la extorsión, la minería ilegal, la deforestación, la trata de personas, el tráfico de migrantes y el contrabando, todo impulsado por una corrupción política endémica. Cuando el mundo ilegal penetra todos los niveles de la economía y la vida política, se vuelve casi imposible distinguir uno del otro.

De hecho, América Latina atraviesa su era de inseguridad, un tiempo en el que los ciudadanos de la región sitúan el crimen y la violencia entre sus mayores temores. Las consecuencias políticas son profundas, empezando por el auge del “populismo de la seguridad”: la creencia de que las demostraciones de fuerza —ya sea hundir barcos supuestamente cargados con drogas, matar a más de un centenar de personas en una operación en Río de Janeiro o realizar encarcelamientos masivos— bastan para someter al crimen.
Es cierto que las medidas drásticas pueden ser necesarias para proyectar autoridad, marcar límites morales y dejar claro que el Estado no retrocederá. También pueden satisfacer a una opinión pública que exige acción inmediata: casi 90% de los habitantes de las favelas de Río aprobaron la operación policial letal, según encuestas. Este sentimiento probablemente incline las preferencias políticas hacia la derecha, mientras países como Perú, Colombia y Brasil se preparan para elegir nuevos gobiernos, comenzando con Chile el 16 de noviembre.
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Pero hay malas noticias para quienes confían en la mano dura: el espectáculo no reemplaza a la estrategia y a las políticas sensatas. Para enfrentar la crisis de inseguridad dentro de los márgenes constitucionales, los gobiernos latinoamericanos deben invertir más en fortalecer sus sistemas policiales, judiciales y de inteligencia, especialmente a nivel local y rural, donde el crimen se ha arraigado. Castigar los ataques recurrentes contra funcionarios locales, candidatos y fuerzas de seguridad es esencial para eliminar una de las tácticas más crueles y efectivas del crimen organizado. Es difícil restaurar la paz si quienes deben protegerla viven bajo amenaza constante.
Eso implica reforzar las fiscalías y los sistemas judiciales locales y coordinar políticas a nivel regional para abordar la naturaleza transnacional de la actual ola criminal. También supone tener la voluntad y la capacidad de actuar contra las bandas que se coluden con instituciones políticas, en especial bajo administraciones de izquierda percibidas como blandas en materia de seguridad. Los criminales que intentaron asesinar a Gómez Leyva fueron capturados, pero son la excepción: menos del 1% de los delitos en México son resueltos con éxito por los fiscales. Con semejantes probabilidades, no sorprende que las actividades criminales sigan aumentando.
Por encima de todo, se requiere entender que el Estado debe combatir al crimen sin caer en la tentación de usar la represión como herramienta de autoritarismo político, como ha hecho Nayib Bukele en El Salvador. Que los gobiernos latinoamericanos logren mantener ese equilibrio determinará su éxito en la lucha contra la inseguridad.
Por Juan Pablo Spinetto, columnista de Bloomberg Opinion y escribe sobre negocios, asuntos económicos y política en América Latina. Anteriormente fue editor en jefe de Bloomberg News para economía y gobierno en la región.








