
Escribe: Pipo Reiser, gerente general de Sinba
Se sabía que la política de Donald Trump traería riesgos para proyectos y políticas de sostenibilidad. Sin embargo, no preveíamos que sus decisiones podrían terminar ensuciando al Perú, literalmente.
En países como el nuestro, donde los incipientes sistemas de reciclaje operados por miles de recicladores de base dependen en última instancia de los precios internacionales de commodities como el plástico y el papel, se observa un retroceso preocupante.
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Nadie esperaba que Trump afectara directamente al reciclaje peruano, pero el daño colateral no conoce fronteras. La imposición arbitraria de aranceles se ha convertido en una especie de reality show global cuyos episodios de incertidumbre han golpeado los mercados internacionales de materiales reciclados.
La lógica es sencilla: cuando Estados Unidos impone aranceles a China, el gigante asiático ve reducida la demanda de sus productos y, por ende, disminuyen sus importaciones de materias primas, lo que provoca un exceso de oferta en los mercados globales.
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Esta sobreoferta genera una caída inmediata en los precios internacionales, lo que se refleja en el mercado local. En lo que va del año, los precios promedio de plásticos reciclados como el PET han caído aproximadamente un 30 %, y aún más el del papel reciclado, cuyo valor ha bajado hasta un 40 % y podría seguir cayendo. A menor precio, los recicladores tienen menos incentivos para buscar material y, por ende, se acumula más basura en nuestras calles.
Cuando los precios caen abruptamente, recuperar residuos —un oficio precario, que de por sí implica alto riesgo y bajísima recompensa incluso en condiciones normales— se vuelve insostenible. ¿Se imaginan cómo se sentirían si, de un día para otro, les recortaran el sueldo en un 40 %?
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La economía circular de los residuos solo funciona si logra transformar esos residuos en dinero. La situación actual corre el riesgo de convertir estos materiales —recursos en potencia— en simple basura sin valor, que terminará en algún botadero y se sumará a la ya inaceptable contaminación de nuestro país.
Pero el daño no termina ahí. Algunos políticos locales celebraron, con mezquina alegría, el recorte de los fondos de USAID, que según ellos representaba una victoria contra la agenda progresista financiada desde el exterior. Sin embargo, con el recorte también se esfumaron más de 10 millones de dólares destinados a fortalecer la institucionalidad y los programas municipales peruanos de manejo integral de residuos sólidos.
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De un plumazo, Trump arrebató fondos que no eran para importar ideologías, sino para limpiar nuestras ciudades procesando residuos de manera sostenible y rentable.
Lamentablemente, los retrocesos en nuestras ciudades parecen inminentes. Las cifras lo reflejan: solo en Lima se generan más de 8,000 toneladas diarias de residuos sólidos, de las cuales apenas se recicla entre un 2 % y 5 %, según cifras del Minam. En un contexto donde cada céntimo cuenta, perder incentivos financieros para la recuperación de materiales no es un juego político: es una tragedia socioambiental.
Mientras el reality show político continúa en Washington, en Perú nos toca vivir sus consecuencias menos glamorosas: calles más sucias, recicladores más pobres y esfuerzos de economía circular debilitados. Así, el presidente Trump ha demostrado que no solo ha contaminado el discurso político, sino también la economía global del reciclaje.
Quizás ha llegado el momento de repensar la sostenibilidad, y dentro de ella, la gestión sostenible de residuos, no como un bien descartable, sujeto a los vaivenes internacionales, sino como un compromiso empresarial que debe primar independientemente de las decisiones del político de turno. Las empresas en el Perú, generadoras de residuos y compradoras de materias primas recicladas, tienen un rol fundamental en esta historia y, en momentos como el actual, deben considerar el impacto social y ambiental de sus decisiones.
A fin de cuentas, lo único reciclable en esta historia parece ser la lección de que, cuando dos gigantes pelean, quienes pagamos los platos rotos —o, en este caso, las botellas y papeles rotos— somos siempre los “países pequeños”, las personas más vulnerables y el planeta.