
Escribe: Carlos Anderson, congresista de la República
Si les mostrara un gráfico del crecimiento económico del mundo, veríamos que, durante los primeros 17 siglos, la tasa de crecimiento fue prácticamente cero, producto de las guerras, las pestes y la hambruna o, para decirlo en los términos del brillante libro de Jared Diamond, “producto de las armas, los gérmenes y el acero”. Gráficamente, la curva de crecimiento sería casi, casi, una línea recta.

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Sin embargo, a partir del Siglo XVIII, y como producto de lo que se ha dado en llamar sucesivas revoluciones industriales, la curva de crecimiento de la economía mundial asemeja un cohete que se lanza al infinito dibujando una J un tanto inclinada hacia la derecha. En ese lapso, no solo hemos tenido la gran historia del crecimiento y desarrollo económico de Occidente, sino que –coincidiendo con la tercera y la actual cuarta revolución industrial– asistimos al surgimiento de nuevas economías tecno-industriales en el Asia y, hasta me atrevería a decir, en América Latina.
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Así, la distancia que separa a los países industrializados del resto de economías del planeta, se ha acortado para algunos países, en un proceso llamado de “convergencia”, mientras que se ha hecho mayor para aquellos países que no logran encender los motores de crecimiento económico rápido y sostenido (“divergencia”). Para estos últimos países, la pregunta planteada por el gran Adam Smith sigue sin ser respondida: por qué algunas naciones crecen y se hacen ricas y por qué otras no.
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La verdad sea dicha, casi 250 años después de la publicación de La riqueza de las naciones, los economistas no tenemos aún la fórmula mágica para lograr el crecimiento rápido y sostenido, condición sine qua non para alcanzar el desarrollo económico. Pero si tenemos una serie larga de factores que se repiten en cada caso de éxito. El primero de ellos es el libre comercio: no cabe duda que las economías abiertas, las que explotan a plenitud las ventajas comparativas y competitivas entre naciones, son las que más velozmente prosperan.
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De allí la importancia de seguir apostando por el libre comercio, aprovechando los cambios que se vienen dando en el mundo de la geopolítica, en particular, sacándole máxima ventaja a nuestra posición geográfica que nos sitúa justo al medio del gran corredor del Pacífico, convirtiéndonos en país ideal para el nearshoring.
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Luego están siempre presentes la libre competencia, la creatividad, la inventiva, y la difusión masiva del conocimiento y las mejores prácticas a partir de una “cultura” que valore “la destrucción creativa a la Shumpeter”, como ha señalado uno de los tres ganadores del Premio Nobel de Economía 2025, Joel Mokyr. El Perú no puede ignorar tan grande evidencia. Por ello debemos abrazar con entusiasmo las tecnologías de la cuarta revolución industrial, revolucionando de manera simultánea el mundo de la educación y el trabajo, adaptándolas de manera tal que éstas “conversen” con la modernidad y las nuevas tecnologías.
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Otros factores recurrentes apuntan a la importancia de la inversión productiva, en particular en todo lo referente a infraestructura social (hospitales, colegios, trenes de cercanía, vivienda social, etc.) y productiva (aeropuertos, puertos, carreteras, proyectos de irrigación, etc.) a tasas muy superiores al 16% que ha caracterizado al Perú durante la última década, y más cercanas al 25% que caracteriza a las economías de reciente industrialización. De esta manera, el crecimiento económico encuentra una contraparte en términos de mejora de la calidad de vida, la salud y el bienestar de las personas y ayuda a solidificar el apoyo ciudadano al sistema económico.
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Tres comprobaciones adicionales son: la absoluta necesidad de contar con Estados fuertes y modernos, con instituciones que gocen del respaldo y respeto ciudadano, empleados públicos preparados y con una cultura de servicio público, y donde la corrupción no sea la norma sino la excepción. Esto significa, en tiempos de extendida automatización y uso de medios digitales, la provisión de servicios públicos altamente transparentes, tecnológicos y de gran calidad.
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A todo esto hay que añadirle un sector usualmente ignorado: el sector financiero. Así como no existe país desarrollado sin un Estado fuerte y moderno, tampoco existe un país desarrollado con un sistema financiero tecnológicamente atrasado, poco competitivo por el uso y abuso del “poder de mercado” (oligopolio). Más ahora que la tecnología permite imbuir de competencia al más pintado de los mercados oligopólicos o monopólicos.
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Durante la primera mitad de lo que va del siglo (2000 – 2012) el Perú siguió, grosso modo, estos principios y, en consecuencia creció a tasas asiáticas, resistió todo tipo de crisis –interna y externa– y redujo notablemente la pobreza. Pero todo cambió a partir del 2013. Desde entonces hemos venido desaprendiendo lo aprendido.
Por ello no sorprende que ya no lideremos tabla de crecimiento alguna. Economías como la China multiplicaron su ingreso por persona en casi 13 veces en el lapso de los últimos 25 años. Indios e indonesios multiplicaron su ingreso por persona en cinco veces. El Perú, mientras tanto, pasó de 3,286 dólares en el año 2000 a 6,626 dólares en el 2019. Desde entonces, permanece estancado en su nivel prepandemia. Si por un milagro hubiéramos crecido como China, nuestro ingreso por persona sería 42,718 dólares.
Soñar no cuesta nada. Hacer realidad nuestro sueño de un Perú más próspero y feliz es no solo factible: es una urgencia nacional.
