
Escribe: Sandro Denegri, Chief Data Officer de Mibanco
«Lo que observamos no es la naturaleza en sí misma, sino la naturaleza expuesta a nuestro método de interrogación». Esta frase del gran Werner Heisenberg, aunque arcana, encierra una enseñanza profunda para todos aquellos que estamos involucrados en el mundo de los datos: los datos no son la realidad, sino una representación parcial de ella, moldeada por la forma en que formulamos nuestras preguntas. Entonces, los datos son una consecuencia de qué queremos medir y cómo lo queremos medir.
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Al igual que los mapas, que omiten detalles para facilitar la navegación, los datos prescinden de complejidad para ofrecer una síntesis “digerible”. Esta simplificación es necesaria: sin ella, el volumen y la densidad de la realidad serían inabarcables para la mente humana, que fácilmente sucumbiría a la infoxicación. Sin embargo, esta reducción implica riesgos: lo que no se mide, no se ve, y lo que no se ve, no se gestiona. Por eso, la definición de una métrica es también una renuncia, una decisión consciente o inconsciente sobre qué aspectos ignoraremos.
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Es así que cualquier profesional de los datos no solo debe saber qué parte de la realidad está reflejada en ellos, sino —y esto es aún más crucial— qué parte ha quedado fuera. Un indicador de productividad puede evidenciar eficiencia operativa, pero no revela el ánimo del equipo. Un reclamo cerrado puede sugerir eficacia, sin decir nada sobre la percepción del cliente. Por ello, la interpretación exige sensatez para reconocer que detrás de cada número hay una historia incompleta.
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La buena gestión exige complementar la lectura de los datos con intuición, experiencia y escucha activa. Y cuando se trata de inteligencia artificial —imposible no hacer un comentario sobre la inefable IA—, la reflexión se intensifica: ¿Qué es lo que realmente está prediciendo el modelo? ¿Qué no está prediciendo? ¿Qué sesgos subyacen en los datos? ¿Qué preguntas no se han formulado? Cada algoritmo es tan limitado como el conjunto de datos que lo alimenta, y tan sesgado como las decisiones humanas que lo diseñaron.
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En suma, los datos son herramientas poderosas, pero intrínsecamente incompletas, gestionar con datos no es solo interpretar cifras, sino comprender silencios, ausencias y matices que nunca aparecerán en una pantalla de ordenador. Porque, al final, el desafío del manager contemporáneo es aprender a leer entre líneas, a detectar lo que el ojo —y el dashboard— no ven.







