
María Antonieta Merino, Docente de las universidades del Pacífico y de Lima
En democracia, el marco legal es uno de los principales pilares para que la sociedad funcione. Pero cuando las leyes dejan de ser instrumentos para proteger el interés general y se convierten en escudos para quienes operan fuera del Estado de derecho, se erosiona no solo la economía, sino también la legitimidad de las instituciones. En el Perú, venimos observando cómo ciertas normas no están sirviendo para formalizar la economía o cerrar brechas de acceso, sino para normalizar lo ilegal.
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Uno de los casos más graves es el de la minería ilegal. No hablamos ya de mineros informales que buscan una oportunidad dentro del sistema, sino de una economía paralela organizada, con redes de financiamiento, operadores legales, armamento, presencia territorial y vínculos políticos. En zonas como Madre de Dios —donde la minería ilegal se vincula con la deforestación y casos de trata de personas— y La Libertad —donde los recientes crímenes en Pataz mostraron la magnitud de la violencia asociada a estas actividades— se evidencia que estas redes han superado ampliamente la frontera de lo tolerable y se han convertido en una amenaza directa a la seguridad ciudadana y al Estado de derecho.
Entre 2014 y 2023 la minería ilegal representó aproximadamente el 60% de los activos lavados en el país y generó alrededor de US$ 9 mil millones, superando al narcotráfico como la actividad ilícita más lucrativa, operando sin regulaciones ambientales, sin seguridad laboral y sin tributar al Estado.
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Además, se calcula que el 40% del oro exportado proviene de fuentes ilegales, mientras que las pérdidas económicas por deforestación, degradación ambiental y evasión fiscal sólo en Madre de Dios superan los 590 millones de dólares anuales. En paralelo, la minería formal —que sí cumple estándares, fiscaliza sus operaciones y contribuye con más de 3 mil millones de dólares anuales en impuestos— enfrenta trabas burocráticas, licencias demoradas y, lo más contradictorio, la competencia de quienes no cumplen ninguna regla y operan en absoluta impunidad.
El Congreso, como representante de todos nosotros, tiene el deber de legislar para proteger a la sociedad en su conjunto, no para abrir resquicios normativos que terminan beneficiando a grupos que operan al margen del Estado. El Ejecutivo, por su parte, debe ejercer su rol técnico y ser el contrapeso requerido para impedir la aprobación de estas medidas. La legalidad no debe ser una aspiración simbólica: debe reflejarse en decisiones concretas y coherentes; y una regulación legítima no puede ser neutral frente a lo ilícito.
Necesitamos un Estado que promueva la legalidad, no que la relativice. Que fomente la formalización real, no la simulación de cumplimiento. Que apueste por cadenas productivas virtuosas, no por ciclos de impunidad. Lo que está en juego no es solo el orden económico, sino la posibilidad de seguir construyendo un Estado que funcione para todos.