
Escribe: José Deustua, especialista en innovación y startups
La cultura startup no es vestirse de forma casual, tener horarios flexibles ni trabajar desde un coworking con café de especialidad. Tampoco es improvisar ni correr todo el día. Es, sobre todo, una forma distinta de enfocar los negocios: con claridad de propósito, velocidad en la ejecución y un profundo compromiso con el aprendizaje constante.
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Muchos ejecutivos asocian la cultura startup con una estética más desenfadada o con equipos de trabajo más jóvenes. Pero lo que realmente la define son sus principios operativos y la forma en que se toman decisiones bajo condiciones de incertidumbre. En un contexto donde las grandes empresas buscan innovar, entender esta cultura no es un ejercicio teórico: es una necesidad estratégica.
Considero que hay cuatro elementos que suelen estar presentes en la cultura de startups exitosas:
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Foco extremo: en un entorno de recursos escasos, las startups aprenden a priorizar de forma natural. Esto significa decir que no a oportunidades tentadoras si no están alineadas con la visión o el objetivo del trimestre. La dispersión no es una opción: cada decisión debe girar en torno al cliente y estar respaldada por datos. Más de una vez me ha sorprendido cómo, en grandes empresas, ese foco se diluye y la inercia de los presupuestos anuales termina marcando el rumbo. Es momento de reemplazar la frase “pero siempre lo hemos hecho así”; por una más desafiante y útil: “¿por qué estamos haciendo esto?”.
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Agilidad en la toma de decisiones: una startup que tarda semanas en tomar una decisión, pierde dinero. Por eso, muchas veces prefieren moverse con información incompleta pero con velocidad. La agilidad no es desorden, es una forma de ejecutar con ciclos cortos, evaluación constante y capacidad de rectificar rápido. La clave está en reducir los ciclos de aprendizaje. Si ya tenemos foco, debemos establecer metas de corto plazo que nos indiquen rápidamente si vamos en la dirección correcta. Así, si hay que fallar, que sea pronto y con bajo costo. Esto no significa prescindir de procesos —toda startup en crecimiento los necesita—, pero sí implica revisar continuamente esos procesos para asegurarse de que no se conviertan en un obstáculo para la toma ágil de decisiones.
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Horizontalidad real: no se trata de no tener jefes, sino de cultivar una cultura donde las ideas ganan por su mérito, no por jerarquía. La práctica habitual de reuniones abiertas como las all-hands responde a esta lógica: promover un espacio donde cualquier miembro del equipo pueda cuestionar decisiones, siempre con respeto y fundamentos. Esta apertura acelera el aprendizaje colectivo, reduce errores costosos y facilita el flujo de información dentro de la organización. Mantener esa horizontalidad a medida que la empresa crece es un reto, pero lo que distingue a las startups que lo logran es que lo asumen como una prioridad y se obligan a pensar activamente cómo preservar esa cultura en el tiempo.
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Confianza en el equipo: una startup solo puede prosperar si cada miembro actúa como dueño del negocio. Esto exige confianza: contratar bien, dar autonomía y exigir resultados. En muchas empresas tradicionales, los controles excesivos, el miedo al error y la dilución de responsabilidades frenan la acción. En una startup, en cambio, el empoderamiento no es un ideal aspiracional, sino una condición para operar. Esa confianza se complementa con un alineamiento continuo del equipo con el propósito y la cultura de la empresa. Sin importar el tamaño, esta cohesión es clave para sostener la velocidad y la claridad en la ejecución.
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Estas prácticas no son exclusivas de los emprendimientos tecnológicos. Son principios culturales que pueden inspirar a cualquier organización que quiera adaptarse con mayor rapidez al entorno actual. La pregunta no es si una empresa puede ser una startup, sino cuánto de su cultura puede incorporar para volverse más ágil, centrada y adaptable.
Ahora bien; esto no se logra con un rebranding, ni con sesiones de design thinking o visitas a Silicon Valley. Requiere un trabajo profundo de gestión del cambio, que cuestione estructuras, incentive nuevos comportamientos y alinee a los equipos detrás de una misión común.
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Adoptar ciertas prácticas de la cultura startup puede ayudar a las organizaciones tradicionales a recuperar velocidad, foco y sentido de urgencia. Pero eso solo es posible si se toma en serio. Liderar una transformación cultural implica construir nuevos hábitos, dar ejemplo desde arriba, permitir el error como parte del proceso y, sobre todo, confiar más en las personas.
En un mundo donde el cambio es la única constante, las empresas que logren apropiarse de estas capacidades culturales serán las que lideren la siguiente década. La cultura startup no es una moda: es una filosofía de acción. Y hoy, más que nunca, es también una ventaja competitiva.
