
El Gobierno ha reconocido la existencia de minería informal de cobre a gran escala. Lo ha hecho casi como quien se ve obligado a aceptar lo evidente, mientras la minería ilegal del oro se consolida con violencia y muerte. La pregunta que se impone es urgente: ¿existe algún plan serio, inteligente o mínimamente coherente para enfrentar esta amenaza? ¿O vamos a esperar –como con el oro– a que la situación sea ya completamente incontrolable?
No estamos ante un fenómeno nuevo. La minería ilegal del oro ha desbordado hace tiempo las capacidades del Estado, como se ha visto en Madre de Dios o La Libertad. En Pataz, el asesinato de trabajadores mineros a manos de bandas criminales no solo ha sido brutal, sino también sintomático: el Estado no solo no controla, sino que muchas veces da la impresión de que ni siquiera entiende lo que sucede.
Ahora, una dinámica similar se traslada al cobre. El ministro de Energía y Minas, Jorge Montero, ha admitido que comunidades como la de Pamputa extraen cobre informalmente en áreas concesionadas a Las Bambas, en Apurímac, y que hay invasiones en proyectos de Southern, First Quantum y Teck Resources. Se habla de 30 mil toneladas de cobre extraídas por casi US$ 300 millones, solo en un caso.
Y no es solo Apurímac. Podría haber actividades similares en Cusco, Arequipa, La Libertad y Puno. En el sur, hay informes de que la maquinaria pesada y los camiones han reemplazado a los picos y palas. Bloomberg ha informado sobre la existencia de mineros ilegales de cobre que estarían usando el Reinfo para enviar lo extraído a plantas, y luego darle salida al cobre que termina, presumiblemente, en el mercado internacional.
El Estado indigna con sus respuestas erráticas. El caso de la Reserva Arqueológica de Nasca es un símbolo doloroso: a poco tiempo del descubrimiento de un campamento minero ilegal con explosivos a menos de dos kilómetros de geoglifos milenarios –informó El Comercio–, el Ministerio de Cultura reducía en 42 % el área protegida (“carecía de contenido arqueológico”, dijo el ministro). Solo tras la indignación pública se dio marcha atrás.
Si el Estado no reacciona con claridad, firmeza y estrategia, el país corre el riesgo de repetir –ahora con el cobre– el mismo ciclo de abandono, violencia y crimen que permitió que la minería ilegal del oro se convirtiera en una hidra incontrolable. Esperamos que se tome acción con la debida urgencia.