
El Gobierno insiste en que “hasta que limpiemos el país será necesario vivir en estado de emergencia”. La frase del presidente José Jerí, en entrevista con El Comercio, —incluso si se toma en sentido figurado— no solo es temeraria: es equivocada. Un estado de emergencia no puede convertirse en el horizonte de una política pública. Menos aún puede presentarse como condición permanente para recuperar el orden. La excepcionalidad existe para situaciones críticas, no para ser normalizada. Apostar por un país que funcione indefinidamente con libertades restringidas es admitir la incapacidad del propio Estado para planificar, ejecutar y evaluar una estrategia real de seguridad ciudadana.
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Porque si hay algo que debería preocuparnos es que, pese al despliegue y al discurso de “mano dura”, la violencia no ha disminuido. Desde que se decretó la medida en Lima y Callao, más de 50 personas han sido asesinadas. La sangre sigue corriendo como antes. Por eso resulta poco creíble que el comandante general de la PNP Óscar Arriola hable de avances contundentes sin mostrar aún cifras que lo respalden. La lucha contra el crimen solo puede medirse con resultados verificables. Hasta que ello ocurra, solo serán palabras.
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Paradójicamente, lo que sí se ha cuantificado y difundido son los operativos de fiscalización migratoria: más de 100 en Lima y Callao. Sería erróneo siquiera considerar estos números como si fuesen evidencia del éxito en seguridad. La fiscalización migratoria no es, por definición, un indicador válido del combate al crimen. La asociación automática entre migración e inseguridad es un atajo populista que refuerza estereotipos y alimenta la xenofobia, sin resolver el problema de fondo: el control territorial y la desarticulación de redes criminales.
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A ello se suma otro anuncio discutible: la desaparición del INPE (en la solicitud de delegación de facultades se habla de una reingeniería y reestructuración). Que el sistema penitenciario esté en crisis es indiscutible. Que requiera una reforma profunda, también. Pero ¿la solución pasa por adoptar una medida de este tipo, sin explicar el modelo, los plazos, el presupuesto ni el diseño operativo? ¿Es pertinente impulsar un rediseño integral sin un plan sustentado técnicamente y socializado con la ciudadanía? ¿Le alcanzará al Gobierno el tiempo y la capacidad para transformar un sistema que se ha deteriorado por décadas?
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El país necesita una estrategia seria y sostenible para recuperar la seguridad, no la promesa de un estado de emergencia convertido en régimen habitual ni reformas improvisadas que solo agrandan la incertidumbre. La firmeza no se demuestra extendiendo estados de emergencia (como se acaba de hacer), sino construyendo instituciones que funcionen aun sin ellas.







