En el caso de José Miguel Castro, ciertamente la información no es del todo clara hasta el momento. (Foto: Archivo El Comercio)
En el caso de José Miguel Castro, ciertamente la información no es del todo clara hasta el momento. (Foto: Archivo El Comercio)

La noticia de que se haya encontrado sin vida a José Miguel Castro –exgerente de la durante la gestión de y aspirante a colaborador eficaz en los casos que se siguen contra ella– ha despertado gran conmoción en los últimos días. Y no es para menos: sería extremadamente peligroso que lleguemos a normalizar también, como lo hemos hecho ya con tantos otros temas, la muerte sin consecuencias claras de testigos involucrados en casos contra políticos importantes.

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En toda sociedad que aspire a ser democrática, la vida de todas las personas vale lo mismo. Por ende, el Estado debe hacer siempre iguales esfuerzos por investigar a fondo toda muerte no esclarecida. En el caso de los fallecimientos vinculados con políticos importantes, no obstante, existen varios agravantes adicionales.

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Entre ellos, el riesgo de que, si estos casos quedan impunes, luego ocurran más, ante la comprobación de que no se sancionan. Asimismo, también está el posible factor de que la muerte haya sido provocada, directa o indirectamente, justamente por la persona que hubiese podido resultar perjudicada.

En el caso de José Miguel Castro, ciertamente la información no es del todo clara hasta el momento. Y probablemente siga siéndolo, al menos hasta que culmine la investigación que ahora corresponde impulsar.

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Pero el caso es alarmante. Si bien Castro no había sido confirmado como colaborador eficaz, sus declaraciones han sido clave para el caso de Villarán (el cual no solo la involucra a ella, sino a varias personas más). Y la alarma es aún mayor si tenemos en cuenta que no se trata del primer hecho vinculado con testigos del caso Lava Jato (pues antes fallecieron en circunstancias sospechosas testigos en Colombia y Brasil), ni del primer caso en el Perú de personas con información clave en investigaciones contra poderosos. Basta recordar el caso de Andrea Vidal, la extrabajadora parlamentaria supuestamente vinculada con una red de corrupción al interior del Congreso.

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Quizá una de las consecuencias más graves de vivir en una crisis política casi constante es que, mientras profesionales competentes se alejan de la política, al crimen organizado se le hace más fácil penetrar en ella. Que se empiece a percibir como normal que hechos como estos no tengan consecuencias ni sean debidamente esclarecidos implicaría haber cruzado un nuevo umbral de violencia. Uno que podría impactar en el futuro del país, al menos, por varias décadas. Urge que se investigue hasta el final.

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