
Hoy es el último día en que pueden publicarse normas electorales, si se quiere que estas puedan regir en las próximas elecciones generales (a menos de que el Congreso modifique el actual impedimento para hacerlo, lo que podría generar otros problemas con el calendario electoral). Lamentablemente, al igual que sus antecesores, este grupo de congresistas no fue capaz de aprobar una reforma integral de nuestras normas electorales en los cuatro años que tuvieron desde que fueron elegidos.
En cambio, sí aprobaron varios cambios puntuales. Pero quizá el aspecto más alarmante es que, salvo en lo que respeta a la bicameralidad –que sí fue una reforma positiva, aunque se hubiese visto reforzada por otras más que la complementen–, en lo poco que este Congreso sí pudo avanzar, ha aprobado varios cambios que directamente implican retrocesos.
La decisión del año pasado de eliminar las primarias abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO), que ya estaban en la ley y que debían ser un filtro para que solo algunos partidos lleguen a participar en la primera vuelta de abril, sin duda ha contribuido al escenario actual de más de 40 partidos en competencia. Si la mayoría congresal era crítica de las PASO, podían haber cambiado el mecanismo, pero sin dejar de considerar un filtro alternativo. En cambio, solo regresaron al mecanismo previo de la elección por delegados, lo que permitirá a todos los partidos inscritos participar directamente en la primera vuelta.
Más aún, si bien en el 2019 se cambió la ley que exigía un número alto de firmas que no implicaban un vínculo para inscribir partidos (cerca de 750 mil), y se había reemplazado ese requisito con un número menor de firmas de militantes (cerca de 25 mil), en ese momento se introdujo también otra regla que decía que seis meses antes de las elecciones se fiscalizaría qué partidos seguían teniendo el número de militantes que presentaron. Los que no superasen esa fiscalización, perderían su inscripción. Pero este Congreso derogó esta parte de la ley el año pasado. Y por eso hoy hay más partidos de los que debería.
Otro cambio que ya estaría generando efectos perjudiciales, pese a haber sido aprobado solo en primera votación (aún falta una segunda), es el cambio a la Constitución que plantea modificar la forma de elección del presidente del JNE. En lugar de que este cargo recaiga directamente en el representante de la Corte Suprema –el único que es juez–, se propone que sea elegido entre los miembros del Pleno. La sola iniciativa parece haber acentuado la politización en el JNE, cuyos integrantes han protagonizado recientemente desacuerdos públicos poco habituales en esta institución.
Las elecciones del 2026 se realizarán, lamentablemente, en un contexto de menor institucionalidad a la que habíamos alcanzado en el 2021. Que no nos sorprendan las consecuencias.