
Escribe: Carlo León, gerente de Renta Fija en Prima AFP
Mientras en Washington se redefinía el tablero del comercio global, en el Perú la reacción fue contenida. El 8 de julio, Donald Trump anunció un arancel del 50% al cobre importado por Estados Unidos, invocando razones de “seguridad nacional”. En consecuencia, el precio del metal se disparó a máximos históricos. Al día siguiente, Brasil fue el siguiente en la lista, mismo arancel, distinta excusa, pero el patrón era claro: los aranceles ya no son herramientas de protección industrial, sino parte de una estrategia de poder. Se aplican para castigar, presionar o marcar territorio. Y si el cobre –columna vertebral de la transición energética, la inteligencia artificial y la defensa– puede ser tratado como ficha, entonces ningún recurso está a salvo.
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Brasil entendió el movimiento y respondió con reflejos de potencia. Convocó reuniones de emergencia, anunció medidas recíprocas y, sobre todo, envió un mensaje político: no se deja arrinconar. La moneda cayó, sí, pero el Gobierno ganó iniciativa, mostrándose soberano, firme, dispuesto a defender sus intereses. El Perú, en cambio, optó por minimizar el episodio. Se repitió que apenas el 5% o menos de nuestras exportaciones de cobre van a Estados Unidos, que el impacto directo es limitado, que el alza de precios incluso mejora la recaudación. Todo eso es cierto, pero también lo es que el mundo ha cambiado. Las reglas del juego ya no son estables, los tratados no son escudos, y la pasividad, en este nuevo contexto, no es prudencia: es riesgo.
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El cobre dejó de ser un simple commodity para convertirse en un activo geopolítico. Está en el corazón de los autos eléctricos, las redes inteligentes, los centros de datos y los sistemas de defensa, y ahora, también en las guerras comerciales. Si Estados Unidos concluye que necesita asegurar más cobre de origen nacional, no dudará en usar aranceles, subsidios o presión diplomática para lograrlo; y en ese sentido si el Perú no se anticipa, quedará atrapado entre potencias que compiten por controlar la cadena de suministro. Lo más preocupante es que seguimos sin resolver nuestros propios asuntos. Tía María, uno de los proyectos más emblemáticos, cuenta con autorización para iniciar obras, pero sigue enfrentando una oposición social que impide su ejecución. Técnicamente viable, políticamente bloqueado. Y mientras tanto, la minería informal avanza sin freno. El mundo se reconfigura a una velocidad que no espera a nadie.
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Por otro lado, el puerto de Chancay representa una oportunidad histórica para integrarnos al eje Asia–América Latina, pero también puede convertirse en una vulnerabilidad. En Washington ya se insinúa que su vínculo con China podría convertirlo en un punto de presión futura, y si no actuamos con visión, podríamos ser blanco de nuevas medidas, no por lo que hacemos, sino por lo que dejamos de hacer. En un entorno donde cada infraestructura estratégica es también una señal política, la omisión se interpreta como debilidad.
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La historia ofrece lecciones claras. Los países que prosperan no son los que tienen más recursos, sino los que entienden cuándo el mundo ha cambiado y toman acción. El cobre fue motor de la revolución industrial, y hoy vuelve a serlo, bajo una visión diferente. Esta vez no basta con tenerlo, hay que actuar con estrategia, con visión y decisión, porque en este nuevo escenario global, el verdadero riesgo no es que nos impongan condiciones, sino no estar preparados cuando lo hagan.