
Escribe: César Aguilar Surichaqui, Contralor General de la República
Un país puede tener leyes avanzadas, procedimientos exhaustivos y presupuestos ambiciosos; pero, si carece de capacidad para ejecutar con oportunidad, todo se diluye en papeles, adendas y promesas inconclusas. La ineficiencia no solo erosiona las finanzas públicas: destruye confianza, posterga derechos y deslegitima al Estado ante sus ciudadanos.
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El Perú es un caso paradigmático. A agosto del 2024, existían 2,560 obras públicas paralizadas por un valor superior a 41,648 millones de soles, muchas detenidas durante años. Cada proyecto inconcluso es una muestra visible de una gestión que falla desde su origen. No se trata solo de mala ejecución, sino de una cadena de errores que empiezan en la planificación, se consolidan en expedientes técnicos deficientes y culminan en procesos sin seguimiento real. Y detrás de esas cifras, hay hospitales que nunca se abren, colegios sin alumnos, sistemas de agua sin caudal y comunidades que perdieron la esperanza de ver resultados.

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El control gubernamental, concebido como garante de legalidad y eficiencia en el uso de los recursos públicos, ha sido muchas veces parte del problema y no de la solución. El modelo de control concurrente, diseñado para acompañar la ejecución de proyectos, fue anunciado como una herramienta moderna. Sin embargo, en la práctica no logró adaptarse a la realidad de la gestión pública peruana. Su financiamiento, asumido por las entidades ejecutoras, generó distorsiones: encareció las obras y afectó la independencia del órgano de control. Además, su intervención tardía –cuando el expediente técnico ya estaba aprobado– convirtió la fiscalización en un acto testimonial. Llegaba cuando los riesgos ya se habían materializado, cuando las decisiones eran irreversibles.
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El resultado es conocido: obras detenidas, sobrecostos acumulados y más de 4,400 millones de soles comprometidos en proyectos sin retorno. Lo que debía ser una herramienta de acompañamiento se transformó en un mecanismo que observaba sin prevenir. Este esquema, aunque bien intencionado, reveló una verdad incómoda: el control que no actúa a tiempo no es eficaz, solo documenta la ineficiencia.
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Por ello, el desafío no es más control, sino mejor control. Un Estado moderno necesita un sistema que combine independencia, técnica y oportunidad. La fiscalización debe empezar antes de que se coloque la primera piedra, desde la formulación del expediente técnico, donde se define la viabilidad, los costos y el alcance de una obra. Si la prevención no se instala en la raíz del proceso, el país seguirá repitiendo el mismo ciclo: proyectar, paralizar y remediar.
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Prevenir no significa frenar la gestión, significa proteger la inversión y garantizar su impacto social. La eficiencia no es gastar menos, sino gastar bien. Cada sol mal invertido es un sol que no llega a quien más lo necesita. Pero más allá de las cifras, lo importante es que los ciudadanos reciban lo que se les prometió: servicios, infraestructura, calidad de vida.
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El control debe ser un actor estratégico del desarrollo, no un notario de los errores. Requiere capacidades técnicas, autonomía presupuestal y presencia territorial efectiva. Hoy, el sistema nacional de control opera con menos del 0.3% del gasto público nacional, una cifra que refleja la distancia entre el discurso de la transparencia y la prioridad real que se le otorga a la supervisión. Un Estado que no invierte en control se condena a repetir sus fallas.
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Hablar de eficiencia pública es hablar de responsabilidad política. La ineficiencia no es una fatalidad, es una consecuencia de decisiones equivocadas, de la ausencia de planificación y del debilitamiento de la fiscalización, el cortoplacismo. Reformar el control no es un tema administrativo: es una decisión de Estado. La prevención debe asumirse como un principio estructural de la gestión pública, porque solo anticipando riesgos podremos evitar pérdidas y generar confianza.
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El Perú no necesita más informes sobre lo que salió mal; necesita un control que asegure que las cosas salgan bien desde el principio. Un control técnico, autónomo y oportuno es la diferencia entre un Estado que administra el pasado y uno que construye futuro. La ineficiencia tiene un costo que ya no podemos pagar: el de la indiferencia frente a los resultados. Es momento de cambiar la ecuación. El control preventivo es la llave de una gestión eficiente, porque convierte cada inversión pública en un verdadero retorno social para el país.






