
Escribe: Omar Mariluz, director periodístico
El escándalo revelado por Cuarto Poder sobre la contratación de Yesenia Lozano en el Congreso de la República debería indignarnos a todos. Lozano, quien se autodenomina la “hija política” de César Acuña, no solo gana S/ 19,000 al mes por dirigir la Oficina de Modalidades Formativas del Parlamento –un cargo hasta ahora irrelevante para el país–, sino que además cuenta con seguridad personal y una asistente que, literalmente, le carga la cartera. Todo esto mientras ni siquiera ha logrado acreditar su grado de magíster ante la Sunedu. En cualquier país serio, este sería un motivo de despido inmediato. En Perú, es una medalla de fidelidad política.
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Pero sería ingenuo creer que este es un caso aislado o anecdótico. Lozano no está ahí por méritos ni por experiencia: está ahí porque responde a un esquema de copamiento descarado. El Estado ha dejado de ser una herramienta de servicio público para convertirse en un botín de guerra que se reparte entre leales, amigos, familiares y operadores. Esto no es nuevo, pero hoy se ha perdido toda vergüenza.
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Basta ver lo que ha hecho César Vásquez, actual ministro de Salud y también miembro de APP, al cancelar un acuerdo con el Banco Mundial que financiaba un centro nacional de epidemiología en Chorrillos. ¿La razón? El organismo internacional no permitía que colocara a sus fichas políticas. Se optó, con absoluta desvergüenza, por sacrificar un proyecto clave para la salud pública con tal de mantener a una funcionaria investigada por malversación.
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El caso de los “Waykis en la sombra” pinta un panorama aún más siniestro. La propia presidenta Dina Boluarte y su hermano Nicanor están bajo investigación por haber tejido una red clientelar en los rincones más básicos del aparato estatal. Prefectos y subprefectos nombrados a dedo, que luego se convertían en piezas de una maquinaria destinada a inscribir partidos y consolidar poder. Hoy, varios de estos operadores políticos son premiados con contratos públicos y cargos directivos. Todo con la complicidad de un Congreso que no legisla: negocia.
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El clientelismo se ha sofisticado. Ya no se trata solo de repartir puestos, sino de articular estructuras paralelas desde el poder para mantener cuotas, financiar movimientos, y blindar aliados. La meritocracia es vista como un estorbo, la transparencia como una amenaza, y el ciudadano como un espectador que no entiende las reglas del juego, porque estas han sido manipuladas por quienes gobiernan.
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Este país se nos va de las manos no solo por la ineficiencia o por la corrupción, sino por algo más profundo: por la normalización del Estado como propiedad privada de quienes ganan una elección. Hemos perdido la vergüenza, pero también la institucionalidad. No hay mérito, ni servicio civil, ni control técnico que resista ante la voracidad de los nuevos piratas de la política, que saquean desde dentro, sin antifaz ni garfio, pero con carné partidario y aliados en el poder.
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La historia juzgará a esta generación de oportunistas por haber vaciado el Estado de cualquier legitimidad. Y mientras tanto, millones de peruanos siguen esperando servicios públicos que nunca llegan, funcionarios que no roben, y una clase política que los represente. Hoy, solo tienen saqueadores con licencia.
Perú no necesita más personajes mesiánicos ni “hijos políticos” con sueldos dorados. Necesita reglas claras, instituciones independientes y ciudadanos vigilantes. Mientras tanto, el saqueo continúa.

Magíster en Economía, diplomado internacional en Comunicación, Periodismo y Sociedad, estudios en Gestión Empresarial e Innovación, y Gestión para la transformación. Cuento con más de 15 años de experiencia en el ejercicio del periodismo en medios tradicionales y digitales.