
Rodrigo Isasi
Escribe: Rodrigo Isasi, Managing Director en Empathy
Salía de una avenida muy transitada cuando vi algo que me sorprendió. Una señora mayor caminaba del brazo con un joven trabajador de un conocido supermercado. Él cargaba sus bolsas con la mejor actitud y ella lo tomaba amablemente del brazo para poder caminar, con la mayor naturalidad y confianza. Pocos días después, vi en las noticias la imagen opuesta: una aerolínea estadounidense bajaba del avión por la fuerza a un pasajero, causándole lesiones físicas y una humillación evidente. Una escena de brutalidad, transmitida de manera viral al mundo. ¿Cómo es posible que estas dos experiencias, tan radicalmente distintas, convivan en el mismo universo de los servicios? La respuesta es el factor humano.
A diferencia de los productos, que pueden pasar por controles de calidad antes de llegar al cliente, los servicios se producen y consumen al mismo tiempo. No hay margen para la edición ni el ensayo general. Cada interacción es en vivo, irrepetible y cargada de consecuencias. Por eso, para minimizar este riesgo, muchas organizaciones buscan automatizar la mayor cantidad de procesos y así reducir el contacto humano. Y donde no se puede automatizar, cargan a la gente con políticas incuestionables apagando la iniciativa.
LEA TAMBIÉN: La primera victoria de la IA: organizaciones centradas en el cliente
Pero en esa búsqueda por controlar, ¿no estaremos perdiendo también la posibilidad de sorprender? ¿No estaremos renunciando a una ventaja competitiva profundamente humana y difícil de imitar? Imagina un servicio que, por diseño, promueva y materialice el propósito de la organización, con generosidad, criterio y empatía. Un servicio que no solo resuelva, sino que deje una huella personalizada. ¿Cómo se logra algo así?
“Diseñar un servicio no es solo optimizar un proceso; es coreografiar una experiencia”.
La respuesta está en la combinación de cultura y diseño. La cultura no se decreta; se modela. Se modela con el comportamiento de los líderes, con las historias que se cuentan, con los rituales que se sostienen y con los pequeños artefactos que la refuerzan cada día. Es la base invisible que condiciona cómo actuamos cuando nadie nos está mirando. Ningún manual de servicio puede contrarrestar una cultura que no cree en el cliente. Pero también está el diseño. Porque una experiencia extraordinaria no ocurre por accidente. Requiere entender en profundidad el viaje del cliente, mapear cada uno de los puntos de contacto, identificar los momentos críticos y visualizar el ecosistema completo: personas, procesos, canales y emociones. Sobre todo, requiere repensar el rol de cada miembro del equipo como parte de una orquesta que entrega valor, no como piezas aisladas que siguen un guión robótico. Diseñar un servicio no es solo optimizar un proceso; es coreografiar una experiencia.
LEA TAMBIÉN: Originalidad: un recurso escaso
Por eso, te invito a analizar los momentos en los que tu equipo interactúa con los clientes. ¿Qué margen tienen para actuar con humanidad? ¿Cómo los estamos preparando, inspirando y reconociendo? Si lo hacemos bien, estaremos construyendo no solo un buen servicio, sino una fuente de diferenciación sostenible. Una ventaja que no se compra, no se subcontrata ni se automatiza: se cultiva y se diseña.