
Escribe: Pipo Reiser, gerente general de Sinba
Los humanos tenemos alrededor de siete gramos de microplásticos –el equivalente a una cucharita desechable– en nuestros cerebros, de acuerdo a un estudio reciente de la Universidad de New Mexico. La creciente evidencia científica confirma que la contaminación plástica es ubicua, y que cada vez más, pone en riesgo nuestra salud. En ese contexto, hace algunos días ocurrió lo que muchos temíamos: el fracaso absoluto de las negociaciones en Ginebra para lograr un tratado global contra la contaminación por plásticos. Tras años de discusiones, la comunidad internacional no logró ni siquiera un acuerdo mínimo viable.
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El proceso arrancó con cierta esperanza. Más de 100 países respaldaron un borrador que proponía limitar la producción de plásticos vírgenes, en especial aquellos más dañinos. Pero la historia terminó como suele ocurrir: las potencias petroleras y petroquímicas –Estados Unidos, Arabia Saudita, Rusia, entre otras– lograron diluir la ambición hasta dejarla en nada. Defender el negocio del petróleo convertido en plástico pesó más que defender los océanos, los suelos y la salud de miles de millones de personas.

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El desenlace es doblemente preocupante. Primero, porque deja en evidencia el poder desmedido de unos pocos frente a la necesidad urgente de muchos. Segundo, porque confirma lo que ya intuíamos: el multilateralismo ambiental atraviesa una crisis terminal. Si las negociaciones climáticas avanzan a paso de tortuga, las de plásticos ni siquiera cruzaron la línea de partida.
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¿Qué implica esto para Perú? Mucho más de lo que parece. Somos un país que genera más de 30 mil toneladas de residuos sólidos cada día, de los cuales menos del 2% se recicla formalmente. Una parte creciente son plásticos de un solo uso que terminan en botaderos, ríos y mares. El plástico es un material baratísimo, en parte por sus propiedades muy interesantes y versátiles, pero también porque no se pagan los reales costos que genera su producción y sobre todo, su descarte, especialmente la contaminación y afectación a la salud de ecosistemas y personas. Sin reglas globales que frenen la producción de plásticos vírgenes, la inundación continuará. Y mientras los países productores se reparten los beneficios de la petroquímica, países como el nuestro pagamos la factura ambiental y social.
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En este contexto, esperar que un tratado global solucione el problema es ingenuo. El fracaso en Ginebra debería ser un llamado de atención: no podemos seguir depositando nuestra esperanza en acuerdos internacionales que nunca se cumplen. La tarea es local y urgente. Reforzar políticas como la Responsabilidad Extendida del Productor, evitar retrocesos en programas municipales de reciclaje y, sobre todo, reconocer y formalizar a los más de 180 mil recicladores que ya sostienen con sus manos la economía circular del país.
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El plástico es un material formidable, pero hoy su producción, uso y desecho, basados en una economía lineal del desperdicio, es ya una crisis mundial. Que la geopolítica global haya fracasado en ponerle límites no debe ser excusa para el inmovilismo en el Perú. Si algo nos deja este tratado fallido es una lección clara: o asumimos la acción desde lo local, con reglas más firmes, inversión en infraestructura y un verdadero reconocimiento a quienes hacen posible la economía circular, o nos resignamos a que el país se siga hundiendo en residuos plásticos que abruman nuestros océanos, ríos y, cada vez más, nuestros cuerpos.







