
Escribe: José Ignacio de Romaña, director de Inversiones Portuarias Chancay
Durante las últimas semanas, ha vuelto a sonar con fuerza la necesidad –y la oportunidad histórica– de transformar el Perú mediante los trenes. No se trata de una moda pasajera ni de un anhelo romántico del pasado. Se trata de asumir con decisión que el desarrollo del país, y su rol de liderazgo en América del Sur, exigen infraestructura moderna, eficiente y visionaria. Y eso no puede seguir esperando indefinidamente.
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Tomemos el caso del Tren de Cercanías, concebido hace casi una década. A pesar de los múltiples anuncios, estudios y discursos, seguimos sin una sola vía férrea construida. Mientras tanto, en países como China, en apenas dos décadas se ha desplegado una red ferroviaria de 95,000 kilómetros, transformando completamente su economía, su logística y su cohesión territorial. Son casi 4,000 kilómetros al año.
Si adoptáramos ese mismo ritmo de trabajo que nuestros pares asiáticos, en menos de cinco años podríamos tener operativo un tren de Tumbes a Tacna, y otro que una la costa con la Amazonía, a través de Pucallpa. Hacerlo no solo es posible, sino urgente. Es una decisión estratégica de integración nacional y de conexión internacional.
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La participación del Ministro de Economía en el VI CEA 2025 –“Desarrollo de la Amazonía Peruana y el nuevo orden de la economía mundial”– es una señal alentadora respecto a los avances para contar con un tren amazónico, como lo fue también en su momento la firma del presidente Alejandro Toledo, en el 2001, del acuerdo que permitió concesionar el aeropuerto Jorge Chávez a LAP. Pero, en este caso, no debemos permitir que pasen otros 24 años para ver un tren operativo. No podemos seguir atrapados en el mismo letargo burocrático. El colapso del puente sobre el río Chancay, en una vía crítica del norte chico, y la lentitud del Estado para demolerlo y construir uno nuevo, ilustran lo que no puede seguir pasando. Si realmente queremos un tren nacional, debemos cambiar el modelo. Debemos adoptar las ratios de ejecución que vemos en países con visión de futuro. Y debemos actuar como un solo equipo, con un solo norte: el desarrollo integral del Perú.
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Y no siempre fuimos lentos. En la década de 1870, bajo el liderazgo del presidente José Balta y del ingeniero Enrique Meiggs, el Perú emprendió obras ferroviarias de enorme complejidad: el Ferrocarril Central (de Lima a La Oroya), el Ferrocarril de Ancón a Huacho, el Ferrocarril de Pacasmayo a Chilete –proyectado para llegar a Cajamarca– y el Ferrocarril de Chimbote a Huallanca. Todo esto en una época en que mover una sola viga requería decenas de mulas y jornadas enteras de esfuerzo humano. Había ambición. Había visión. ¿Dónde quedó esa audacia?
El Perú está llamado, por su posición geográfica y geopolítica, a liderar la integración física y logística de América del Sur. Somos el punto más cercano del continente al Asia-Pacífico. Tenemos costa, sierra y selva; energía, recursos, una población joven y una ubicación privilegiada. Lo que no tenemos –y lo que más necesitamos– es conectividad interna y una visión compartida.
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La historia nos demuestra que sí es posible. El presente nos exige actuar. El mundo nos ofrece métodos, socios, tecnología y urgencia. Solo falta voluntad política, liderazgo técnico y decisión. Si realmente queremos cambiar el destino del país, debemos pensar en grande. Y no podemos permitirnos seguir postergando, año tras año, las inversiones que transformarán el Perú y posicionarán al continente en el nuevo mapa del mundo.
El título de este artículo no falta a la verdad: podríamos inaugurar 3,500 km de vías férreas antes del 2030. Pero es necesario cambiar las normas necesarias para hacerlo posible. Debemos creer que podemos hacerlo, y hacerlo con una férrea determinación en pos del desarrollo del Perú.