
Escribe: David Tuesta, presidente del Consejo Privado de Competitividad
La economía neoclásica sostiene que, bajo ciertas condiciones —competencia perfecta, información simétrica, ausencia de externalidades y derechos de propiedad bien definidos— los mercados asignan eficientemente los recursos. Este resultado, conocido como el Primer Teorema Fundamental del Bienestar, ha sido la base teórica para justificar la intervención estatal. Sin embargo, dichas condiciones rara vez se cumplen. Cuando los mercados generan externalidades negativas, bienes públicos insuficientes, información imperfecta o estructuras monopólicas, la teoría admite que el Estado puede intervenir para corregir ineficiencias. Pero, ¿realmente lo logra?
La evidencia y la teoría coinciden en que no hay garantía de que el Estado corrija adecuadamente estas fallas. El conocimiento disperso, la complejidad de las preferencias individuales, los errores de diseño y los incentivos políticos suelen derivar en lo que la literatura denomina fallas del Estado. Estas ocurren cuando la intervención gubernamental no solo no soluciona el problema, sino que introduce distorsiones adicionales. Desde la perspectiva de la elección pública, los funcionarios públicos responden a incentivos propios, no necesariamente al bienestar social. Cuando las capacidades técnicas escasean, los intereses particulares capturan al Estado o los ciclos políticos imponen decisiones de corto plazo, las soluciones estatales pueden agravar los problemas. En el Perú, esto se evidencia con claridad.
Nuestro país ha atravesado un ciclo prolongado de crecimiento en las últimas tres décadas, aunque con una desaceleración notable en años recientes. Al analizar las causas de esta pérdida de dinamismo, emergen obstáculos persistentes: informalidad elevada, estancamiento de la productividad, debilidad del capital humano, corrupción estructural y fragilidad institucional. Incluso en áreas de competencia central del Estado, como la seguridad ciudadana, se evidencia su colapso frente al avance del crimen y de actividades ilegales como la minería informal. ¿Fallas de mercado? No. Fallas del Estado.
LEA TAMBIÉN: ¿Nos preocupan realmente las pensiones en el Perú?
Un síntoma evidente de este deterioro es la pérdida de competitividad. En el ranking del IMD World Competitiveness, el Perú pasó del puesto 52 en el 2020 al 63 en el 2024 entre 67 países, con una caída particularmente severa en el componente de “funcionamiento del Estado”. Esta evolución revela una institucionalidad incapaz de facilitar la inversión, asegurar seguridad jurídica, brindar servicios eficientes y regular con coherencia. La burocracia sobredimensionada, los cuellos de botella y una gestión desalineada con los objetivos de desarrollo explican este retroceso.
La informalidad, que afecta a más del 70% de la PEA, se perpetúa por decisiones demagógicas que profundizan el problema o simplemente lo ignoran. Un ejemplo es la regulación del salario mínimo, que, bajo el discurso de los derechos sociales, promueve ingresos irreales: hoy equivale al 50% de la estimación teórica del Banco Central. A ello se suma la insoportable sobrerregulación, así como los elevados costos de contratación que, según el BID, superan el 60% del salario base en el caso de las medianas y pequeñas empresas. El resultado es una estructura laboral excluyente que limita la formalización y la productividad.
LEA TAMBIÉN: Aranceles de Trump: Podrían representar un golpe en múltiples frentes para el Perú
La seguridad ciudadana es otro ámbito donde el Estado ha fracasado de forma reiterada. Entre el 2022 hasta la fecha, los robos a negocios aumentaron más de 200%, mientras que los robos en general, así como los secuestros y extorsiones, crecieron en más del 50%. Todo ello ocurrió a pesar de que el presupuesto para orden interno se incrementó en cerca de 60% en el mismo período. El problema, una vez más, no es la falta de recursos, sino su ineficiente utilización. Basta mencionar que el 20% del personal policial realiza labores administrativas, cuando debería estar enfrentando la creciente delincuencia.
Las fallas del Estado también se reflejan en su incapacidad para garantizar servicios básicos como la educación. Según los datos más recientes, más del 90% de los estudiantes de segundo de secundaria de colegios públicos no alcanza los niveles mínimos de competencia en matemáticas, y cerca del 70% de las escuelas carece de agua, luz o desagüe. Esto ocurre a pesar de que tanto el presupuesto total de educación como la planilla docente han aumentado de forma considerable, sin que ello se traduzca en mejoras sustantivas. Tampoco hay señales claras de avance en meritocracia dentro del sector.
LEA TAMBIÉN: Lecciones de economía desde la inteligencia artificial, por David Tuesta
La situación en salud es igualmente alarmante. La anemia infantil sigue afectando a más de un tercio de los niños menores de cinco años, a pesar del crecimiento sostenido del presupuesto del sector. Nuevamente, el problema radica en la mala distribución de los recursos: solo un tercio de los médicos trabaja en el primer nivel de atención, que es precisamente el más adecuado para enfrentar este tipo de problemas. A ello se suma la precariedad de la infraestructura: prácticamente todos los establecimientos de salud opera en condiciones inadecuadas.
Toda esta evidencia no debe interpretarse como un llamado a prescindir del Estado, sino como una urgencia por contar con uno que funcione. Un Estado bien diseñado y operado puede complementar al mercado, fomentar el crecimiento y promover el bienestar. Necesitamos un Estado profesional, con una burocracia competente, continuidad en sus políticas, entidades técnicas independientes, regulaciones racionales y mecanismos de rendición de cuentas efectivos. Porque un Estado que falla sistemáticamente no puede acompañar —ni mucho menos liderar— el desarrollo del país.

Exministro de Economía.