
Mercedes Araoz Fernández
Profesora e Investigadora de la Universidad del Pacífico
Durante el último año, la economía de los Estados Unidos ha seguido un curso que, aunque mantiene indicadores superficiales de fortaleza, está generando desequilibrios con efectos globales. El gasto público excesivo, los déficits fiscales crecientes y la incertidumbre política en torno al techo de deuda han creado un entorno propicio para nuevas “burbujas” financieras. Detrás del dinamismo aparente se acumulan presiones que podrían desembocar en una recesión, con implicancias directas para países abiertos y dependientes del ciclo externo como el Perú. Según estimaciones de la Reserva Federal a 12 meses, la probabilidad de recesión en julio llegaba a casi 29% y los índices de volatilidad VIX, han estado muy cambiantes llegando a 52.33, con los anuncios arancelarios de abril pasado, a agosto la inflación anualizada en agosto llego a 2.9% y la subyacente a 3.1%. En lo fiscal, la Oficina de Presupuesto del Congreso de EE.UU. advierte que el déficit federal superará el 6% del PIB durante la próxima década, mientras el gasto en intereses ya equivale a más del 3% del PIB. El Congreso estadounidense ha mantenido políticas expansivas sin contrapartidas claras, lo que incluso la Oficina de Rendición de Cuentas del Gobierno, oficina independiente del Congreso americano, califica como una “trayectoria insostenible”. Ese patrón de gasto y deuda en un entorno de tasas de interés elevadas incrementa el riesgo de una corrección abrupta de los mercados financieros y, eventualmente, de una recesión.
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Existen burbujas latentes y un riesgo sistémico por el que no se deben inadvertir. El exceso de liquidez acumulado durante la pandemia, sumado al gasto público sostenido, ha mantenido los precios de los activos —acciones, bienes raíces y bonos corporativos— en niveles superiores a los fundamentos reales. Algunos analistas hablan de una “burbuja de complacencia”: los inversionistas descuentan que la Reserva Federal intervendrá para evitar caídas pronunciadas, lo que distorsiona el riesgo. Sin embargo, con una inflación aún por encima de la meta –en parte, por los sobrecostos que los aranceles y las políticas migratorias le han introducido al sistema-- y un mercado laboral ajustado, la Fed tiene poco margen para relajar su política sin reavivar presiones inflacionarias. Una corrección podría exponer fragilidades no solo en EE.UU., sino en todo el sistema financiero global.
En ese contexto, el Perú se enfrenta a tres canales de transmisión del riesgo: el primero, menor demanda externa. Una recesión en EE.UU. reduciría el consumo de bienes importados, afectando las exportaciones peruanas, especialmente mineras y agroindustriales. En segundo término, flujos financieros volátiles. En episodios de aversión al riesgo, los inversionistas migran hacia activos seguros, depreciando monedas emergentes y encareciendo el financiamiento externo. Tercero, Tensiones cambiarias y competitividad. Paradójicamente, en los últimos meses el sol se ha apreciado frente al dólar, ubicándose entre las monedas más fuertes de la región. Esta apreciación refleja el éxito exportador peruano, impulsado por los altos precios del cobre y del oro, este último reforzado como refugio frente a la incertidumbre global. Sin embargo, una moneda fuerte puede convertirse en arma de doble filo: erosiona la competitividad relativa de los sectores transables no mineros, reduce los ingresos en soles de exportadores y encarece la producción local. Si esta apreciación coincide con una caída de precios internacionales o una recesión global, el impacto podría ser severo.
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Ante ello ¿Qué nos toca? El auge exportador y la solidez de nuestras reservas deberían servir para invertir, no para gastar. Si el Estado convierte ingresos extraordinarios en gasto corriente permanente —como vienen promoviendo muchas decisiones del Congreso recientemente observadas por el Consejo Fiscal—, el país quedará más expuesto cuando los términos de intercambio se reviertan. Aprovechar este ciclo implica destinar los recursos hacia infraestructura, innovación y capital humano. Invertir en productividad, no en clientelismo. Importar bienes de capital mientras el sol está fuerte es más sensato que expandir el gasto público. La experiencia de EE.UU. muestra que incluso una potencia puede caer en la trampa del déficit permanente. Para Perú, sin moneda de reserva global, la prudencia fiscal es un imperativo, no una opción. La disciplina no es enemiga del crecimiento; es su base. El mensaje es claro: el Perú debe consolidar su reputación de estabilidad, contener el populismo fiscal y resistir la tentación de convertir ingresos mineros en gasto político. En tiempos de burbujas e incertidumbre, la responsabilidad macroeconómica es el mejor escudo para proteger el empleo, la inversión y la competitividad del país.








