
Escribe: Rodrigo Isasi, Managing Director en Empathy
Clayton Christensen, profesor de Harvard y autor de la teoría de innovación disruptiva, es uno de mis referentes. No solo por su brillantez académica, que transformó nuestra comprensión de la innovación, sino también por su calidad humana.
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En una de sus historias más conocidas contó cómo, mientras era estudiante en Oxford y jugaba como pívot titular del equipo de básquet, decidió no jugar la final del campeonato porque el partido se jugaba un domingo, día que había reservado para observar el Sabbath según su fe. Sus compañeros y entrenadores intentaron persuadirlo: “solo esta vez”, le dijeron. Pero tras meditarlo, se mantuvo firme en su decisión. Su equipo ganó sin él, y él bromeaba diciendo que eso demostraba que no era tan indispensable como creía. Años después recordaría esa decisión como uno de los momentos más formativos de su vida. Sostenía que es más fácil ser íntegro el 100% del tiempo que el 98%, porque ese 2% abre una puerta peligrosa a las excepciones.

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Esa historia resonó mucho conmigo. En lo personal, una de las lecciones que busco dejar en mis hijos es, precisamente, entender que les va a ser difícil mantenerse fieles a sus principios, especialmente cuando estén bajo presión. Pero hacerlo fortalece nuestros valores y construye una virtud que se vuelve parte de nuestro carácter.
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A nivel organizacional, el desafío es mayor. No se trata solo de una persona, sino de decenas, cientos, o miles. Y, sin embargo, cuando una organización logra alinear sus decisiones y acciones con sus valores más profundos, se obtiene una doble recompensa: una instrínseca específica a cada valor, pero además genera una capacidad fundamental para ejecutar su estrategia: la integridad.
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Porque una estrategia se ejecuta con decisiones diarias, muchas veces difíciles. Y cada decisión está influenciada por los valores que sostienen la cultura organizacional. Una empresa con valores fuertes y coherentes no necesita decidir desde cero en cada dilema; tiene un estándar al cual volver.
¿Cómo construir esa integridad organizacional?
Primero, definiendo un conjunto limitado y significativo de valores que realmente representen el propósito de la organización. Segundo, haciéndolos explícitos y no tener miedo a la “sobre comunicación”: en conversaciones, en rituales, en políticas, en decisiones. Tercero, modelándolos desde el ejemplo del equipo de liderazgo.
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Pero lo más importante es reconocer los momentos difíciles como oportunidades para reafirmarlos.
Durante la pandemia, tuve que tomar muchas decisiones difíciles liderando una organización. Algunas eran impopulares, otras costosas. Pero cada una fue una oportunidad para reafirmar nuestros valores de cumplimiento y empatía. Recuerdo que decíamos: si esto lo estamos haciendo ahora, cuando más cuesta, este será el estándar con el que mediremos nuestras decisiones futuras.
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Por supuesto, la integridad no está exenta de riesgos. Puede parecer rígida, costosa, incluso ingenua en contextos altamente competitivos. Pero hay algo más caro que sostenerla: perderla. Porque cuando se pierde, no solo se afecta la reputación, se erosiona la cultura y se diluye el compromiso, afectando la capacidad de ejecución estratégica de la organización.








