
Escribe: Patricio Valderrama-Murillo, experto en fenómenos naturales
Noviembre inaugura la temporada de lluvias en buena parte del país y, con ella, un viejo conocido: los aniegos urbanos. No son “eventos inevitables”, son fallas de gestión. Un desagüe tapado convierte milímetros de lluvia en horas-hombre perdidas, inventarios arruinados y reputaciones dañadas. La economía de la ciudad se mide, también, por la velocidad con la que el agua encuentra salida.
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El costo directo es evidente: comercios cerrados, mercadería mojada, electrodomésticos y mobiliario dañados, flotas detenidas, taxis fuera de servicio, deliverys cancelados. El indirecto pesa más: congestión, ausentismo, penalidades logísticas, mayor siniestralidad vial y presión sobre los seguros. Para una mype en ejes comerciales (Gamarra, mercados, galerías), dos horas de aniego en hora pico significan perder el día; para un centro logístico, es romper la promesa de entrega y elevar el costo del reparto final. Y para la ciudad, es multiplicar el gasto en limpieza reactiva, cuando pudo ser mantenimiento preventivo de centavos por metro lineal de cuneta.

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La ingeniería del problema es simple. Las redes están diseñadas para un caudal objetivo; cuando bocatomas y cunetas se obstruyen con basura, hojas, tierra y escombros, el sistema pierde sección hidráulica. El agua busca el camino más corto: veredas, sótanos, comercios. No se necesita un “diluvio” para colapsar: basta una lluvia moderada en la esquina equivocada, nada más recordemos lo ocurrido en Piura y Chiclayo. La prevención, en cambio, es casi de manual: limpieza programada, rejillas íntegras, sumideros con trampa de sólidos, válvulas antirretorno en sótanos y patios, y sellos adecuados en cubiertas.
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Las municipalidades y las empresas de agua y desagüe tienen un rol clave. En vez de esperar el desborde para mandar el camión, necesitan trabajar con metas claras y recorridos programados. Un barrio que llega a las primeras lluvias con rejillas limpias, cunetas despejadas y personal listo para intervenir se recupera rápido; uno que no, se pasa media mañana con pistas convertidas en ríos. Además, sirve mucho tener un mapa de “puntos problemáticos” —esquinas, pasos a desnivel, zonas con reflujo— para ir directo a donde se atasca siempre. Si eso se atiende cada dos semanas en temporada, los aniegos bajan notablemente.
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Para los negocios, la diferencia entre abrir o perder el día está a veces en detalles básicos. Techos sin filtraciones, canaletas y bajantes libres, rejillas internas despejadas y bombas listas en sótanos evitan que el agua se quede. También ayuda elevar un poco las estanterías y proteger tableros eléctricos en los primeros pisos. En días con aviso de lluvia fuerte, coordinar accesos alternos con proveedores y comunicar a clientes si habrá cambios de horario reduce cancelaciones y mantiene algo de caja. Las aseguradoras, por su parte, suelen mejorar condiciones cuando el local demuestra mantenimiento preventivo; al final, la mejor indemnización es el siniestro que no ocurre.
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La logística urbana necesita la misma mirada. Si repartidores y centros de distribución incorporan el pronóstico del día a sus rutas, se evitan los mismos pasos donde siempre se forma “laguna”. Cualquier ciudad puede armar, con reportes vecinales y experiencia propia, un pequeño mapa de zonas que se inundan rápido para ajustar recorridos y ventanas de entrega. Eso ahorra tiempo y combustible, y evita multas por llegar tarde.
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Hay medidas baratas que hacen gran diferencia. Rejillas con anclajes evitan robos y huecos peligrosos. Canastillas internas retienen basura sin tapar el desagüe. Colocar tachos de basura a pocos metros de cada sumidero en avenidas con mucho tránsito peatonal reduce bolsas y botellas en la pista. Y en zonas con comercio ambulatorio, funciona mejor ordenar y formalizar temporalmente —con espacios definidos y obligación de manejar residuos— que perseguir sin ofrecer alternativa: menos basura en la calle, menos aniegos.
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También es importante medir. Un indicador simple y público —el tiempo que tarda en volver todo a la normalidad desde que empieza el aniego— alinea a municipio, empresa de agua y contratistas. Si se mide, se mejora. Y si mejora, hay menos accidentes, menos pérdidas y hasta baja la prima de los seguros. Para los dueños de locales, incluir cláusulas por inundación en contratos de alquiler y exigir mantenimiento regular evita peleas cuando pasa el problema.
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La ciudadanía completa el cuadro. No levantar rejillas “para que baje más rápido”, no abrir tapas de buzones, no usar la vereda como desagüe para lavar autos u obras, y guardar la basura en casa o negocio durante la lluvia son gestos simples que evitan daños mayores. Tirar una bolsa en la esquina puede parecer pequeño; tapar una rejilla con esa bolsa puede costarle el día entero a un mercado.
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Noviembre y diciembre van a exigir a las ciudades. La diferencia no la pone el cielo, la ponen nuestras decisiones. Limpiar a tiempo cuesta poco; dejar que el agua se quede en la pista sale carísimo. Un plan de drenaje vale más que cien camiones después de la tormenta. Para municipalidades, empresa de agua, comercios y vecinos, la ecuación es la misma: lo que hoy se mantiene, mañana no se inunda. Y esa es, en buena cuenta, la línea entre una ciudad que trabaja y una que se queda varada bajo el agua.







