
Escribe: Omar Mariluz Laguna, director periodístico
“Los retrasos eternos, las obras inconclusas y los accesos improvisados son el pan de cada día de la infraestructura pública. Lo que el país necesita con urgencia es una nueva manera de gestionar sus grandes proyectos”.
Veintidós años después de lo anunciado, finalmente se inauguró la ampliación del Aeropuerto Internacional Jorge Chávez. Una buena noticia, sin duda. El Perú necesitaba con urgencia un terminal aéreo moderno y más amplio. Se trata, después de todo, de la principal puerta de entrada y salida del país, con casi 25 millones de pasajeros movilizados en el 2024. Pero esta inauguración –que llega con años de retraso– también es el recordatorio perfecto de lo kafkiano que puede ser hacer infraestructura pública en el Perú.
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Lo absurdo no termina ahí: mientras el nuevo aeropuerto ya opera, los accesos siguen siendo un caos. La vía principal de ingreso aún depende de un puente temporal instalado por el MTC y una rotonda improvisada en medio de camiones, taxis y tráfico sin señalización. No hay fecha clara para la entrega del acceso definitivo. Es decir, tenemos un aeropuerto del siglo XXI con una carretera del siglo XIX. La inversión de más de US$ 1,200 millones pierde impacto si no se piensa como parte de un sistema integral.
¿Y qué decir del resto del mapa de la infraestructura nacional? La Línea 2 del Metro de Lima, anunciada en el 2014, aún no entra en operación y su fecha de culminación se sigue reprogramando. El Aeropuerto Internacional de Chinchero, en Cusco, continúa sin fecha cierta de inauguración y su construcción ha pasado por tantas manos y rediseños que ya parece condenado a ser otro ícono de la demora crónica...
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El problema, como siempre, es estructural. Los retrasos no responden a un gobierno en particular. Son síntomas de un Estado que no sabe, no puede o no quiere ejecutar con eficiencia. Las causas son múltiples: exceso de trámites, mala calidad de los gestores públicos, temor a firmar autorizaciones ante el riesgo de ser denunciados, falta de voluntad política, o peor aún, corrupción. La parálisis es funcional a quienes viven del desgobierno.
Y si esto ocurre con los megaproyectos, ¿Qué se puede esperar de las obras más pequeñas que dependen de los gobiernos regionales o municipales? La mayoría de éstos no cuentan con capacidades técnicas ni equipos profesionales sólidos para planificar, contratar o supervisar proyectos. Sin embargo, al Congreso, con el aval del Ejecutivo, no se le ha ocurrido mejor idea que duplicar el presupuesto del Foncomun de aquí al 2029. Una medida calificada como un despropósito fiscal por el Consejo Fiscal y varios analistas. No solo se trata de gastar más, sino de gastar mejor, y esto evidencia el nivel de politización del Ministerio de Economía y Finanzas, que ha optado por congraciarse con el clientelismo antes que liderar una reforma seria del gasto público.
A los ciudadanos no les interesa ver a las autoridades colocando la primera piedra. Quieren ver la última. Y más aún, quieren usar la obra. El nuevo Jorge Chávez, hoy es apenas una victoria a medias. Un avance que, en lugar de inspirar confianza, nos recuerda cuán lejos estamos de tener un Estado moderno, capaz y comprometido con el bienestar común.