
Escribe: Mario Acosta, profesor del Área de Gobierno de Personas del PAD
Las empresas pueden invertir tiempo, dinero y talento en transformar su cultura. Pero aquí viene la verdad incómoda: eso no garantiza que el cambio ocurra. De hecho, no son pocas las organizaciones que lanzan ambiciosos programas de transformación cultural… solo para verlos desvanecerse antes de consolidarse.
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El costo de no completar esa transformación es mucho más que financiero. Es estratégico, humano y emocional: se manifiesta en la pérdida de confianza interna, el desgaste de la credibilidad, la fatiga organizacional y un escepticismo que contamina futuras iniciativas.

Es como encender una chispa y no dejarla convertirse en fuego. Para evitar caer en esta trampa silenciosa, la alta dirección debe abrazar ciertos principios esenciales que conviertan la intención en acción, y el cambio en cultura viva.
La cultura organizacional es algo vivo
La cultura no vive en los valores que se declaran, sino en las creencias que se comparten, los significados que se construyen y los comportamientos que se repiten cada día. Es un sistema vivo, que se adapta y se actualiza en la interacción constante entre las personas y los desafíos que enfrentan. Cambiarla no es cuestión de slogans ni de manuales: es tocar el corazón mismo de cómo se actúa colectivamente.
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Pretender transformar la cultura sin entender sus dinámicas profundas es como pintar la fachada de una casa que se está desmoronando por dentro. Puedes cambiar los valores escritos, los símbolos o los mensajes institucionales, pero si no transformas las experiencias reales de trabajo —cómo se decide, cómo se lidera, cómo se reconoce y se incentiva—, la cultura anterior volverá a instalarse como si nada hubiera pasado.
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La verdadera transformación cultural toca los puntos vitales de la organización. Aquellos que definen cómo se ejerce el poder, cómo se toman decisiones y cómo se celebran los logros. Solo al intervenir en esos espacios vivos, el cambio deja de ser una intención y se convierte en una nueva forma de ser.
El cambio cultural no se puede abordar sin un norte específico
Toda transformación cultural necesita un norte claro. Sin dirección, el cambio se dispersa, se diluye, se confunde con simple actividad.No pocas empresas caen en esta trampa: intentan cambiar su cultura sin saber exactamente hacia dónde quieren ir. Y cuando no hay propósito, no hay coherencia. Y sin coherencia, no hay transformación.
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La cultura no cambia por decreto, cambia por convicción. Por la alineación entre lo que se dice y lo que se hace. Por la consistencia entre la estrategia y los comportamientos que la sostienen.
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Definir ese norte implica responder con precisión: ¿Necesitamos una cultura más innovadora? ¿Más centrada en el cliente? ¿Más colaborativa, más disciplinada? Sin esa claridad, los mensajes pierden fuerza, las iniciativas se vuelven ruido, y el cambio se convierte en una ilusión bien intencionada.
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El propósito no solo guía, también selecciona. Ayuda a distinguir lo que debe mantenerse de lo que debe transformarse. Porque la cultura deseada no es una idea abstracta: es la expresión viva de la estrategia. Es el modo en que una organización decide ser, para lograr lo que se propone.
El compromiso de la línea de mando es capital
No hay transformación cultural que prospere sin el compromiso real de los mandos intermedios. La alta dirección puede marcar el rumbo, pero son los mandos de línea quienes lo recorren cada día. Ellos encarnan la cultura en sus decisiones, en sus conversaciones, en sus gestos cotidianos. Si no comprenden y se comprometen —o no creen, o no se comprometen— en el proceso, el cambio se queda en los discursos y nunca llega a la práctica.
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El mando intermedio es el punto de apalancamiento más potente… y también el más frágil. Requiere acompañamiento, formación y, sobre todo, coherencia institucional. Cuando los mandos reciben señales contradictorias —por ejemplo, se habla de colaboración, pero se premia el desempeño individual—, la credibilidad se quiebra. Y con ella, se desvanece la posibilidad de cambio.
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El compromiso no se impone, se construye. No basta con comunicar: hay que generar experiencias reales. Los mandos intermedios deben vivir los beneficios del nuevo modo de actuar, ver recompensadas las conductas alineadas con la cultura deseada, y sentir que su rol es decisivo en el proceso. Solo entonces el cambio deja de ser una consigna y se convierte en una convicción.
Reflexión final
El costo de no completar una transformación cultural no se ve al principio… pero se siente con fuerza en el tiempo. Es una pérdida silenciosa: de energía, de coherencia, de confianza. Es el desalineamiento entre lo que se dice y lo que se hace. Es la fatiga que se instala cuando las promesas de cambio no se cumplen.
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Transformar la cultura no es un acto puntual, es un proceso vivo.Requiere paciencia, coherencia y liderazgo sostenido. Porque la cultura no se decreta ni se impone: se cultiva, se encarna, se vive.
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En el fondo, transformar la cultura es transformar la forma en que una organización aprende, decide y actúa. No hacerlo —o hacerlo a medias— es como hipotecar su capacidad de adaptarse, de evolucionar, de sostenerse en el futuro.