
Escribe: David Tuesta, presidente del Consejo Privado de Competitividad
La reciente vacancia presidencial ha vuelto a colocar al Perú en su ya habitual escenario de sobresaltos políticos. Con este episodio, el país suma siete presidentes que no concluyen su mandato desde el año 2000. Es una cifra inédita en el mundo democrático, reflejo de un deterioro institucional profundo y persistente. Y sin embargo, el mercado cambiario y financiero reaccionó con una pasmosa indiferencia.
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A primera vista, parecería confirmarse la vieja tesis de las “cuerdas separadas”: que la política va por un lado y la economía por otro. Que los mercados ya se acostumbraron al ruido político y que puede seguir funcionando sin gobierno. Pero esa lectura es engañosa. Si bien en el corto plazo las variables financieras pueden permanecer estables, en el largo plazo el deterioro institucional está minando silenciosamente los pilares del crecimiento. Las cuerdas, en realidad, nunca estuvieron separadas; simplemente, su conexión es más profunda y menos visible.

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Durante dos décadas, el Perú ha vivido de una suerte de “inercia macroeconómica virtuosa”. Con baja deuda, un banco central autónomo y una política fiscal prudente, el país se ganó fama de economía resiliente. Hoy la deuda pública se mantiene en torno al 34 % del PBI, una cifra moderada frente al promedio regional. Las reservas internacionales se aproximan a los US$ 90 mil millones, la inflación dentro de su rango meta y el déficit fiscal en torno al 2.5 % del PBI. Comparando todo esto con nuestros pares de economías emergentes que son grado de inversión en el mundo, la economía peruana brilla.
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Sin embargo, esta estabilidad macro es más frágil de lo que parece. Durante los últimos quince años, el Perú ha venido perdiendo su capacidad de crecer. El crecimiento potencial, que en la década del 2010 se estimaba entre 5.5 % y 6 %, hoy apenas bordea el 2.5 %, según el Banco Central y el FMI. Un desplome que no responde a factores coyunturales sino estructurales: caída sostenida de la inversión privada, estancamiento de la productividad total de los factores, rezago educativo, informalidad persistente y un clima institucional degradado. La OCDE, en su reciente Economic Survey 2025, advierte que “la incertidumbre política y la debilidad institucional están reduciendo el potencial de crecimiento y la capacidad del país de atraer inversión de largo plazo”.
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En el más reciente Índice de Percepción de la Corrupción, el Perú obtuvo un puntaje de 31/100 y se ubicó en el puesto 127 de 180 países, lo que lo sitúa entre los países con peor valoración en materia de corrupción. En cuanto al indicador de Efectividad Gubernamental del Banco Mundial, el Perú ocupa el puesto 119 de 193 países, con un puntaje de –0.49 y un percentil de 33 % en 2023, lo que refleja una baja capacidad del Estado para proveer servicios públicos de calidad, implementar políticas efectivas y mantener un entorno regulatorio predecible.
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Y otra cara de la moneda de nuestro deterioro institucional es que se observa en el pilar fiscal. Tras dos décadas de prudencia, las arcas del Tesoro Público han sido capturadas por el populismo. El Congreso, sin contrapesos técnicos, se ha convertido en el principal acelerador de su resquebrajamiento. El Consejo Fiscal y la OCDE advierten que, de mantenerse esta tendencia, la deuda pública podría alcanzar el 50 % del PBI hacia el 2030. La degradación de la política —la fragmentación del Congreso, la captura de las decisiones por intereses de corto plazo, la ausencia de responsabilidad fiscal— ya no es solo un problema de gobernanza, sino una amenaza directa a la estabilidad económica.
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La tesis de las cuerdas separadas es, en ese contexto, una ilusión peligrosa. En el corto plazo, las variables financieras pueden permanecer inmóviles, pero eso no significa que la economía esté indemne. Significa que el mercado ya internalizó el caos político como una constante y que sus expectativas se ajustaron a un país que crece poco, invierte menos y se resigna a la mediocridad. El verdadero riesgo no está en un salto del dólar, sino en la lenta corrosión de la confianza, la productividad y la sostenibilidad fiscal.
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El deterioro político, el fiscal y el estructural son hoy parte de un mismo fenómeno. El país no está enfrentando tres crisis distintas, sino una sola: la de su institucionalidad. Una institucionalidad que alguna vez nos permitió crecer con estabilidad y que hoy se encuentra exhausta. La economía peruana no es ajena a la política; depende de ella. Y cada vacancia, cada reforma improvisada, cada ley populista, va horadando un poco más los cimientos de esa estabilidad que tanto se invoca.

Exministro de Economía.