
El último domingo, los hijos de Mario Vargas Llosa hicieron saber que, lamentablemente, nuestro Premio Nobel había fallecido ese día en Lima, a sus 89 años, rodeado de su familia. No hubo ninguna ceremonia pública. Sin embargo, líderes del arte, la política y personas de todo el mundo se pronunciaron lamentando su partida, incluyendo a presidentes como Gabriel Boric, de Chile, y Emmanuel Macron, de Francia.
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Pocas personas han marcado la historia moderna de nuestro país como lo hizo Vargas Llosa, en sus diferentes facetas. Fue un escritor nato, como lo demostró desde el colegio –sus compañeros del Leoncio Prado lo contrataban para responder por ellos cartas de amor a sus novias–, lo confirmó siendo una de las caras centrales del boom latinoamericano, y coronó con el Premio Nobel de Literatura que ganó en el 2010. Hasta hoy, el único que ha sido otorgado a un peruano.
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Pero, como se sabe, el legado que nos deja Vargas Llosa va incluso mucho más allá del producto de su genio literario. También ha sido un ejemplo –como pocos– de coherencia y firmeza en la defensa de sus ideas. Y no por haber pensado siempre igual, sino por siempre haber sabido sustentar con argumentos por qué afirmaba lo que pensaba. Uno puede estar de acuerdo o en desacuerdo con Vargas Llosa en las distintas posiciones que ha tomado en los tantos temas sobre los que opinó –en el mundo literario y en el político–, pero no puede negarse que siempre defendió lo que pensaba con firmeza y nunca tuvo miedo de decir lo que creía. Incluso cuando su postura era impopular.
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Su radical oposición a la estatización de la banca que propuso el primer Gobierno del APRA lo llevó a incursionar en la política, con el Movimiento Libertad. Y, pese a que –desafortunadamente– no ganó, influyó en suficientes personas para que buena parte de sus planes de gobierno fueran finalmente ejecutados por quien lo derrotó en aquella segunda vuelta de 1990. Gracias a la implementación de varias de sus propuestas en materia económica, nuestro país logró superar la hiperinflación e inició un rumbo de crecimiento económico e integración global que marcaría las próximas décadas.
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No menos importante fue su defensa de la institucionalidad democrática, siempre desde su visión honesta. Claro que uno puede discrepar de uno o más de sus endosos electorales, pero es incuestionable que cada uno lo hizo pensando y argumentando por qué creía que ese camino era el mejor –o el menos malo– para cuidar la democracia y que cada persona pueda vivir en libertad. Esta defensa apasionada por el ideal democrático fue notoria no solo durante su vida pública, sino también en su obra.
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Que la tierra sea leve con nuestro escribidor eterno.