
Omar Mariluz Laguna
Director periodístico
“El MEF ha perdido peso en los últimos años”, advertía Julio Velarde en el 2017, con la calma de quien ve el iceberg a la distancia. Ocho años después, la frase ya no aplica: el Ministerio de Economía y Finanzas no ha perdido peso, ha desaparecido del mapa como actor técnico de peso. Y no por un golpe certero, sino por inanición.
El Ministerio que alguna vez fue la columna vertebral del modelo económico, el freno de emergencia contra el populismo fiscal, hoy parece más bien un apéndice del Ejecutivo y del Congreso, útil solo para refrendar decisiones ya tomadas. Antes se le temía un poco al MEF —como a todo buen ministro de Economía que se respeta—. Hoy se le pasa por encima con la ligereza con la que se firma un aumento de sueldo para la presidenta.
No es una exageración, ni nostalgia liberal. Lo dice el Consejo Fiscal, lo señala el FMI, lo murmuran exministros de todos los colores. Pedro Francke, Luis Miguel Castilla, Alonso Segura. Coincidencias ideológicas pocas, pero consenso total: el MEF ya no es el que era.
Segura, actual presidente del Consejo Fiscal, ha sido claro: el MEF está incumpliendo de forma sistemática las reglas fiscales. ¿La respuesta del Ejecutivo? Sonrisas, silencios y nuevas promesas de gasto público.
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Desde Moody’s también levantan la ceja: ¿por qué mantener un déficit fiscal tan alto cuando la economía ya empieza a mostrar señales de recuperación? ¿Para qué seguir echando leña al fuego cuando ya no hay frío?
La cereza del pastel la pone el Fondo Monetario Internacional. En un reciente informe, advierte que el rol técnico del MEF está en riesgo, que las presiones del Congreso han convertido la política fiscal en una lista de deseos sin sustento ni cálculo. “Falta de estimaciones de costos”, dicen. Traducido: se aprueban leyes sin saber cuánto cuestan. Es como hacer una fiesta y luego preguntar si había presupuesto.
Y sí, es cierto: el MEF nunca fue perfecto. Pero era, al menos, una de las pocas instituciones técnicas que aún conservaba cierto blindaje frente al cortoplacismo político. Su poder no venía de la popularidad, sino de su capacidad para decir que no. Hoy, en cambio, celebra iniciativas fiscales regresivas, justifica aumentos de sueldo a Dina Boluarte, y hasta aplaude proyectos que comprometen seriamente la sostenibilidad del gasto.
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El MEF era el equilibrio frente al Congreso populista. Hoy parece su cómplice resignado.
Y eso, más allá de la ideología, debería preocuparnos. Porque un país sin un ministerio de Economía fuerte es como un avión sin instrumentos: puede volar un rato, pero la caída es inevitable.
El deterioro de la credibilidad fiscal no es un tema abstracto. Afecta el costo del financiamiento, el apetito de los inversionistas y, finalmente, el bolsillo de todos los peruanos.
El problema ya no es solo económico, es institucional. Y cuando se rompen las reglas fiscales, cuando se pierde la capacidad de hacer política económica con evidencia y responsabilidad, no solo se muere el MEF. Se muere también la esperanza de un Estado que funcione con cabeza fría en un país que hierve.
Así que volvamos a la pregunta: ¿quién mató al MEF?
Tal vez no haya un solo culpable. Tal vez fue una suma de congresistas dadivosos, gobiernos débiles, ministros complacientes y una sociedad que dejó de valorar la técnica.
Pero lo cierto es que lo mataron.
Y lo peor es que, al parecer, no lo vamos a extrañar.