
Escribe: Martin Naranjo, presidente de la Asociación de Bancos del Perú
En Rebelde sin causa (1955), James Dean y Corey Allen protagonizan una escena icónica. Sus personajes —Jim Stark y Buzz Gunderson— compiten en una prueba en la que ambos conducen sus autos hacia un precipicio: el primero en saltar del auto pierde. El que aguanta más, gana. Sin embargo, si ninguno cede, ambos mueren. Uno de ellos logra saltar muy cerca del límite, pero el otro no lo logra porque su casaca se engancha en la puerta y termina cayendo al vacío. La escena no gira en torno a la fuerza ni a la velocidad, sino a la resistencia y al costo que se puede terminar pagando.
Esa escena resume bien la lógica del juego de guerra de desgaste. En la teoría de juegos, el concepto de guerra de desgaste se define como un enfrentamiento prolongado en el que dos o más actores compiten por un objetivo, incurriendo en costos crecientes a medida que avanza la disputa. No gana necesariamente quien tiene más fuerza o recursos, sino quien logra sostenerse por más tiempo sin ceder. Se trata de una competencia de voluntades más que de capacidades. Lo decisivo no es el golpe final, sino la capacidad de resistir y administrar el esfuerzo.
En los años setenta, John Maynard Smith formaliza en la teoría evolutiva el juego de Guerra de Desgaste, en el que dos oponentes compiten sin contacto directo, incurriendo en costos crecientes mientras esperan que el otro se rinda primero. No se trata de destruir al rival, sino de aguantar más. Hay un par de antecedentes interesantes que apuntan al mismo concepto: por un lado, en el siglo XIX, Carl von Clausewitz, en Sobre la guerra, describía la guerra como una situación en donde la victoria no necesariamente era una cuestión de fuerza, sino de perseverancia. Por otro lado, en la primera mitad del siglo XX, Mao Tse-tung, en Sobre la guerra prolongada, planteó una visión completa sobre una guerra de desgaste sistematizada, politizada y adaptada a una lucha asimétrica.
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Esa lógica ha invadido también otros campos. Las guerras judiciales, por ejemplo, reproducen esa misma estructura de juego. No es que se busque una sentencia rápida y definitiva, sino mantener al adversario muy ocupado en una secuencia sin fin de citaciones, investigaciones, restricciones y apelaciones. El objetivo no es ganar, sino desgastar. Que el rival gaste tiempo y energía. La pena, la sanción, no la impone un juez en una sentencia. La sanción está en el proceso mismo y la impone el que denuncia.
La guerra de Vietnam quizá sea el mejor ejemplo de una guerra de desgaste. No cabe ninguna duda de que Estados Unidos tenía la supremacía militar, ni de que ganó la mayoría de las batallas; no obstante, perdió la guerra. La perdió no por falta de poderío militar, sino por el costo político acumulado de sostener tantas bajas en una operación indefinida en tierras lejanas. La estrategia de sus rivales fue muy clara: resistir. No vencer, resistir.
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La guerra comercial iniciada recientemente puede ilustrar esta misma lógica. Por un lado, aranceles muy elevados que golpean fuertemente y llevan a una parada súbita de los flujos comerciales y, por otro lado, diversificación, adecuación y gestión de los costos. Como reporta The Economist, China es el mayor exportador del mundo y ya ha sufrido muchas veces choques comerciales muy profundos. En el peor mes de la crisis financiera asiática de 1997-98, las exportaciones cayeron 17 % en comparación con el año anterior. Durante la crisis financiera global de 2007-2009, se redujeron un 28 %. Y cuando golpeó la pandemia de covid-19 en 2020, se desplomaron en un 44 %. A abril de este año sus exportaciones han crecido 8.1 %.
Pareciera que una superpotencia sigue la lógica de lograr un golpe definitivo y la otra sigue la lógica de una guerra prolongada, de una guerra de desgaste. Cada superpotencia en su propia lógica busca erosionar a la otra. Con el tiempo veremos si efectivamente se trata de una guerra de desgaste o de una guerra de potencia de fuego. Veremos si el tiempo juega a favor o en contra de cada uno. Veremos también el rol de la prensa, de las cortes, de los congresos y, especialmente, de la opinión pública y de los mercados en cada país.
Ahí está el núcleo del asunto. Como en la escena del precipicio, ambos avanzan convencidos de que el otro saltará primero. Sin embargo, cuanto más se acercan al borde, más difícil se vuelve retroceder. No solo por razones económicas, sino por las narrativas activadas. Ceder, especialmente ceder sin cantar victoria, puede dejar de ser una opción muy pronto y, en ese momento, previsiblemente, alguno transitará hacia un entrampamiento estratégico.
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Si esta guerra comercial es realmente una guerra de desgaste, no la ganará necesariamente el que golpea más fuerte. La ganará el que resista y gestione mejor los tiempos. El que administre mejor los costos. El que mantenga mejor los márgenes de maniobra. Porque, en este tipo de juego, la victoria no es un momento. Es una forma de permanencia. En el fondo, no se trata de quién lidere hoy, sino de quién sigue en pie cuando el otro, finalmente, decida saltar.