
Escribe: Eduardo Morón, Presidente de la Asociación de Empresas de Seguros – APESEG
Cuando un extranjero llega al Perú, lo primero que pregunta es por qué parece que el país avanza con el freno de mano puesto. Los términos de intercambio están en niveles récord históricos, es decir, nos pagan mucho más por lo que exportamos sin que hayamos hecho mayores esfuerzos para lograrlo. Ese shock de riqueza que recibe el país debería gatillar un boom de inversiones en proyectos mineros, permitir volver a llenar los fondos fiscales para emergencias, y facilitar una constante reducción de la pobreza.
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Sin embargo, ninguna de las tres cosas está ocurriendo. El boom lo vive la minería informal, los fondos de emergencia siguen esperando regresar a los niveles previos a las dos emergencias (el Niño 2017, la pandemia del 2020) y la pobreza no regresará a niveles prepandemia sino hasta el 2030.
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Estamos desaprovechando los vientos a favor de una economía mundial que, si bien está complicada, sigue ofreciéndonos precios altos y demanda creciente. Salvo la renaciente Argentina, el resto de los países vecinos no son especialmente atractivos ahora, porque tienen gobiernos erráticos respecto a la inversión privada.
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A estas alturas del próximo año, ya sabremos quiénes disputarán la segunda vuelta electoral, y el mandato del nuevo (y ojalá último) Gabinete Ministerial debería ser, primordialmente, garantizar una transición ordenada y dejar las cuentas fiscales en orden, sin ninguna sorpresa que limite la actuación del próximo gobierno.
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Lamentablemente, desde el Congreso se sigue creyendo que los ingresos fiscales son infinitos, que repartir exoneraciones tributarias está bien siempre y cuando alguien aplauda. Estamos discutiendo la mejor forma de hacer proyectos de inversión pública pero el Congreso acaba de quitar dos puntos al IGV para engrosar el Foncomun.
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Nos hemos olvidado de que las bases constitucionales de nuestra fortaleza fiscal son: (a) un banco central independiente, impedido de financiar al gobierno; (b) la prohibición al Congreso de tener iniciativa de gasto; y (c) la subsidiariedad de la inversión pública, que limita las aventuras empresariales financiadas por el Estado.
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La política fiscal es la herramienta a través de la cual el gobierno intenta alcanzar varios objetivos: (a) estabilizar los ciclos de la economía; (b) reducir las desigualdades en la población más desfavorecida.
Su potencia se debilita cuando no se respetan los equilibrios presupuestales, tanto los del año como la capacidad futura de repagar nuestras obligaciones –eso que llamamos sostenibilidad–, pero también se debilita cuando los escasos recursos fiscales se destinan a financiar proyectos de inversión que no se terminan nunca o a pagar planillas de personas que no hacen nada productivo. En ambos casos, ese gasto no produce ningún servicio a la población.
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Si tuviese que pedirle algo al nuevo gabinete, sería que nos devuelva la genuina preocupación por no malgastar los recursos fiscales. Los períodos de altos precios de nuestros commodities no son eternos. Como siempre digo, la verdadera prudencia fiscal es asumir que los choques positivos serán temporales y que los choques negativos serán permanentes. De esa manera, retomaremos la senda de la prudencia que permitirá financiar las infraestructuras que aún necesitamos –a través de los diferentes mecanismos–, pero a tasas bajas, sin poner en riesgo la posibilidad de asumir deudas que luego será complicado repagar.
