
Escribe: María Antonieta Merino, docente de la Universidad del Pacífico y la Universidad de Lima.
Imagine que solo se moviliza en moto (porque quiere o porque no tiene otra elección). ¿Cómo se sentiría si lo tratan como sospechoso solo por querer moverse en moto con su pareja o un amigo? Imagine que es un empresario. ¿Qué pensaría si le prohibieran por completo toda posibilidad de contacto comercial, incluso aquella que le fue solicitada previamente?
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Recientemente se han aprobado dos normas que, aunque impulsadas por propósitos legítimos –combatir la delincuencia y reducir el acoso comercial–, ponen en evidencia un problema más profundo: la tendencia creciente a regular sin ponderar, sin medir efectos colaterales.
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La primera de ellas es la prohibición de que dos personas circulen en motocicleta por Lima y Callao (Decreto Supremo 046-2025-PCM). Esta medida busca prevenir delitos como el sicariato y el robo al paso, pero ignora que miles de ciudadanos usan este medio de transporte de forma lícita, familiar o laboral. Empresas de transporte (delivery) y personas son, en los hechos, penalizadas por el solo hecho de movilizarse. No se evalúan medidas para combatir la raíz del problema: se sanciona al conjunto.
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La segunda es la prohibición de realizar llamadas, enviar mensajes o correos no solicitados con fines comerciales. Aunque busca proteger al consumidor de prácticas invasivas –y coincido en que el spam es molesto–, el texto aprobado impide incluso el primer contacto para solicitar autorización. Esta medida impacta directamente en el derecho a la libertad de empresa y afecta a todo aquel que depende del marketing directo como vía de expansión, así como a las empresas cuyo giro de negocio es prestar estos servicios. Además, desconoce que el consentimiento informado, no la supresión total, es el estándar internacional en la materia.
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El Estado debe actuar contra el crimen y puede evaluarse cómo proteger a los consumidores del incesante acoso por prácticas de marketing. Sin embargo, es necesario ponderar si estas medidas son las apropiadas. El Informe sobre la competitividad europea (2024) ya ha abordado este tema y, además de advertir los efectos no deseados de una mala regulación –asfixiar la innovación y debilitar el dinamismo económico–, propone fortalecer la capacidad regulatoria de los Estados para que estos intervengan con inteligencia, proporcionalidad y evaluación de impacto.
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Las regulaciones deben resolver problemas sin crear otros peores. La respuesta a la criminalidad no puede ser criminalizar al usuario promedio. La defensa del consumidor no puede convertirse en barrera para emprender. Una economía competitiva requiere, ante todo, certeza, equilibrio y libertad. Y esto se construye –como señala el reporte– con instituciones capaces de decir no al atajo normativo y sí al análisis riguroso, como exigen los principios de buena regulación. Cuando eso no ocurre, lo que tenemos no es protección, sino paternalismo ineficiente.
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Regular no es sinónimo de prohibir. Y proteger no implica restringir por defecto. Entre la moto y el spam, lo que falta no es prohibición, sino ponderación.