
Escribe: María Julia Sáenz, socia líder de Tax & Legal de KPMG en Perú y co-chair de WCD en Perú
La situación tributaria que atravesamos ha desfigurado el sistema, llevándonos a prácticas que evocan el pasado: interpretaciones arbitrarias, procedimientos que rozan la coerción y una institucionalidad debilitada. El artículo 74 de la Constitución, que consagra la reserva de ley y la prohibición de confiscatoriedad, parece reducido a una declaración decorativa.
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Estos principios no son meros enunciados: constituyen garantías esenciales para que el deber de contribuir se ejerza conforme a la ley y no bajo criterios discrecionales o “soft law”.
La tributación, como manifestación del poder estatal, debe someterse al marco jurídico que la legitima. Vivir en sociedad organizada supone acatar la ley, no tolerar que la autoridad fiscal actúe al margen de ella. Sin embargo, la práctica revela lo contrario: fiscalizaciones agresivas, requerimientos desproporcionados y una hermenéutica jurídica olvidada.
La interpretación normativa debería ser lógica, sistemática y finalista, orientada por principios como razonabilidad, proporcionalidad y motivación. Hoy, en cambio, los plazos son irrazonables, las exigencias voluminosas y las pruebas solicitadas se tornan absurdas. Las llamadas “pruebas fehacientes” se han convertido en verdaderas pruebas diabólicas, con exigencias que desconocen la realidad económica y la transformación digital que caracteriza la actividad empresarial contemporánea.

El uso intensivo de tecnología, el trabajo remoto, la integración de cadenas productivas y la centralización de funciones son prácticas habituales para lograr eficiencia y competitividad. No obstante, la Administración Tributaria peruana persiste en requerir documentos físicos y firmas manuscritas, como si la modernidad fuera sospechosa. Esta desconexión entre la realidad económica y la actuación fiscal vulnera el principio de seguridad jurídica, indispensable para la confianza legítima del contribuyente. Sin confianza, no hay cooperación, y sin cooperación, la recaudación se convierte en un ejercicio de fuerza, no en un pacto social.
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A ello se suma la afectación del derecho de defensa. El proceso contencioso tributario se ha convertido en un préstamo forzoso al Estado: primero se paga, luego se reclama. Las instancias administrativas carecen de eficacia real, y el Tribunal Fiscal ha dejado de ser un órgano técnico independiente para convertirse en un eco de la Administración. La posibilidad de que esta última impugne sus propias decisiones agrava la incertidumbre y fomenta una litigiosidad excesiva, contraria al principio de predictibilidad que debe regir la actuación estatal. La falta de medidas cautelares efectivas y la imposibilidad de suspender actos claramente ilegales son síntomas de un sistema que ha perdido equilibrio.
La tributación no puede ser instrumento de arbitrariedad ni de populismo fiscal. Debe responder a los principios constitucionales que garantizan legalidad, proporcionalidad y respeto al debido proceso. Urge devolver la tributación al Derecho, a la Constitución. Porque sin representación, la tributación deja de ser justicia y se convierte en abuso.
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Es momento de una reforma integral: fortalecer la independencia del Tribunal Fiscal, incorporar mecanismos de solución de controversias como el arbitraje tributario, garantizar medidas cautelares efectivas y simplificar procedimientos para reducir la litigiosidad. Pero, sobre todo, refundar la administración fiscal, integrándola con profesionales que, como en sus orígenes, persigan la recaudación basada en la ley y en el respeto al debido proceso. Extraño a esos profesionales. ¿Dónde están?








