
El pasado miércoles 17 de septiembre, el Congreso de la República aprobó por insistencia la creación de 22 nuevas universidades públicas en 15 regiones del país, sin que ello haya tenido como sustento algún criterio o evaluación técnica sobre los potenciales beneficios de esta decisión, ni sobre si existen los recursos necesarios para asegurar su funcionamiento en el largo plazo. De hecho, la decisión se tomó ignorando las observaciones del Ministerio de Educación, del Ministerio de Economía y Finanzas, del Consejo Nacional de Educación y de diversas entidades especializadas en temas educativos, como denunció recientemente el Pacto por la Educación de Calidad.
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Así, como también ha destacado la misma organización, solo desde el inicio de este Congreso ya se han creado más de 40 universidades públicas, que se vienen sumando a las 49 que ya existían en el país. Varias de estas entidades, sin embargo, aún no logran cumplir con las condiciones básicas de calidad establecidas por la Sunedu, incluyendo aspectos que van desde la infraestructura hasta la oferta de cursos y docentes.
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Por supuesto, pretender expandir la oferta universitaria no es en sí mismo negativo. El acceso a una educación superior de calidad no solo es una necesidad legítima, sino también un derecho constitucional. Sin embargo, la manera en que este Congreso viene impulsando esta expansión resulta muy preocupante.
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Una universidad no se crea por arte de magia tras la publicación de una ley en El Peruano. Requiere de un proyecto serio, de un presupuesto sostenido, de profesores capacitados, de planes académicos sólidos y de una infraestructura adecuada, cuando menos. Ninguno de estos elementos parece haber sido tomado en cuenta en la norma aprobada.
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Como han hecho saber ya los especialistas, expandir de forma óptima la oferta educativa no pasa por multiplicar el número de universidades en el papel, sin un rumbo claro, sino por fortalecer las universidades ya existentes, flexibilizar las reglas para la apertura de filiales y diseñar un plan de expansión de la cobertura de educación superior que vaya acorde con la demanda. También implica diversificar la oferta con institutos y programas de formación técnica, que complementen las necesidades productivas del país.
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Este tipo de medidas, por otro lado, también afectan la credibilidad y la confianza del resto del mundo en nuestro país. Los convenios internacionales, las oportunidades de intercambio y la cooperación con universidades extranjeras se sustentan en la percepción de que el país garantiza calidad educativa. Si el mundo observa cómo nuestro sistema se expande sin control, impulsado por el propio Congreso, esa confianza se erosiona.
Urge que nuestros políticos y autoridades entiendan que la política educativa debe ser una política de Estado que siga criterios técnicos. Apostar por expandir ciegamente la cantidad, sin preocuparse por garantizar una calidad mínima, es ir en el camino contrario.