
Escribe: Manuel Alcázar García, Director de la Maestría en Gobierno de Organizaciones - PAD
En un artículo anterior (Gestión, 15 de mayo de 2024), invité a los empresarios a pensar estratégicamente con una mirada a 500 años vista. Les recordaba algo evidente —pero con frecuencia olvidado—: que todos somos muy vulnerables, incluidos nuestros herederos. Hoy propongo dar un paso más.
La sucesión es, con razón, una de las preocupaciones recurrentes en la empresa familiar. Se han escrito ríos de tinta sobre protocolos, asesores, estructuras societarias, miembros del directorio, y un largo etcétera. Todo eso está muy bien. Pero no basta. Porque hacer bien las cosas no garantiza que las cosas salgan bien. Suena paradójico, pero para hacerlo realmente bien, hay que contar con eso.
Y entonces me pregunto: ¿Es realmente necesario que sean los hijos quienes continúen la empresa? ¿No están en condiciones de ganarse la vida por sí mismos? ¿No pueden aportar valor al mundo —y también prosperar económicamente— al margen de la empresa de sus padres? Y no me refiero solo a quienes desean ser pianistas o cirujanos, sino también a los hijos con auténtica vocación empresarial.
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Mi propuesta puede parecer radical, pero creo que es sensata: olvídense del protocolo y preparen la empresa para venderla. Véndanla a quien la valore, a quien crea en ella, a quien esté dispuesto a pagar un precio justo y llevarla adelante con convicción.
¿Por qué? Por el bien de la empresa. Para darle la mejor oportunidad de perdurar. Para evitar que las complejidades —humanas, comprensibles, inevitables— de hermanos, primos, cuñados, excónyuges y demás ramificaciones familiares terminen afectando la salud organizativa. Todos conocemos historias de empresas que necesitaron una dolorosa “quimioterapia” para extirpar ese cáncer... y no siempre con éxito.
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¿Por qué no dejarle el camino más limpio a la nueva gestión? ¿Por qué no permitir que la empresa respire sin la mochila pesada de las tensiones familiares?
¿Y los hijos? ¿No voy a ocuparme de ellos? Por supuesto que sí. Pero hay muchas formas de ayudar a los hijos —y también a otros familiares o personas cercanas, incluso a la sociedad— sin comprometer el futuro de la empresa. Formarlos bien, darles oportunidades, constituir otros patrimonios, facilitarles emprendimientos propios… Todo eso es legítimo. Lo que no es sensato es hipotecar el destino de una organización —que genera empleo, paga impuestos, sirve a sus clientes y aporta valor a la sociedad— por la ilusión de una continuidad genealógica.
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Si queremos que la empresa tenga futuro —un futuro de 500 años— conviene pensar con frialdad y generosidad. Quizá el mejor legado para los hijos sea liberarles del peso de una herencia mal planteada.
Y tal vez, también por eso, los empleados del mañana, los clientes, los proveedores, los directivos futuros… y la sociedad entera, nos lo agradezcan.